El cazador de genios (I)


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1939, 22 de julio, sábado. Viajaba por las avenidas parisinas, su chofer conducía el automóvil. Una buena amiga le había invitado para almorzar en su casa de campo y como detalle no le llevaba un ramo de flores. Portaba en la bandeja trasera del vehículo una fabada contenida en una olla de cobre, aún caliente, y que era la especialidad de su cocinera. De improviso, en un cruce apareció otro vehículo; el terrible frenazo hizo que el recipiente lleno de potaje se estrellará contra su nuca. Murió en el acto quizás víctima, a pesar de su enorme fortuna, de su extravagante tacañería.

Ambroise Vollard Nació en 1868 en Saint Denis de Reunión; hasta su juventud vivió en esta isla francesa del océano Índico. Su padre, muy estricto y notario de profesión, envió a Ambroise a estudiar derecho a Montpellier y luego a París donde aprobó sus exámenes. Pero no le convencía la idea de pasar su vida entre legajos polvorientos y se puso a trabajar en una galería de arte, su verdadera vocación. En desacuerdo con el jefe y sus pinturas académicas, se estableció por su cuenta y abrazó el denostado movimiento Impresionista. Abrió un pequeño local cerca de la Opera junto a las principales galerías de París, pero su establecimiento era muy modesto. Los artistas reconocidos y admirados, a la sazón, eran los académicos Bouguereau, Duran, Bonnat y otros. Vollard apostó por Manet, Monet, Renoir, Pissarro y Degás que buscaban el moteado en las sombras, los juegos de luces sobre las aguas, el bamboleo de los trigales mecidos por la brisa y sentir el viento y el sol sobre sus rostros mientras observaban y plasmaban en sus lienzos la naturaleza con sus naturales cambios.

Su fino olfato le llevó a la viuda de Édouard Manet a quien convenció para que le vendiera los suficientes dibujos con los que poder montar su primera exposición. Fue acogida ésta con diversidad de criterios, el público se mostró frío pero un éxito entre los artistas de vanguardia: “Un joven audaz ha abierto una pequeña galería, entusiasmado por nuestra pintura, es muy hábil y conoce su trabajo…” Escribía el pintor Camille Pissarro a su hijo. Efectivamente, aquel hombre de 1,85 metros de altura, fuerte, de andar pesado, manos grandes con aspecto de campesino adusto, un olfato fuera de lo común para el arte y sus cualidades extraordinarias para el coleccionismo, llegaron a convertirle en una de las figuras mas reconocidas de París. Fue amigo, protector, comprador y mecenas de gran parte de aquellos artistas renovadores. Con su intuición, apostó por aquellos pintores criticados sañudamente que con el tiempo ocuparon un lugar preponderante en el universo mundial del arte. Renoir, que llegó a ser gran amigo del marchante decía: “En sus comienzos, Vollard con los cuadros, era tan cauteloso como un podenco rastreando la caza”. Con modestia afirmaba que su fortuna se la debía a la buena suerte y al haber vivido una época en que la ciudad del Sena contaba con una extensa pléyade de pintores extraordinarios. Pero además era necesaria una clara visión de futuro, fino olfato de zorro y una extraordinaria audacia para montar una exposición, por ejemplo, a Cézanne en sus crudos comienzos. Por Renoir conoció la obra del huraño artista, y tras no pocos esfuerzos dio con su paradero; éste le cedió ciento cincuenta lienzos que fueron clavados cobre toscos listones y colgados apretujados en su minúsculo establecimiento. En dicha exposición, un joven visitante sujetaba las manos de su novia para que no saliera precipitadamente de la mísera galería; ella se lamentaba: “Porqué me obligas a mirar estas cosas sabiendo que gané un premio de dibujo en la escuela”. Al Igual que un crítico de arte exclamaba encolerizado: “La visión de estos horrores sobrepasan los límites de las la burlas legalmente permitidas”.

(Continuará)