Acero y oro

En un paseo mañanero todavía, y no se sabe por cuánto, puede oírse el martilleo persistente que rompe el silencio reinante en las umbrías y laberínticas callejas toledanas. Y siguiendo la pista auditiva del golpeteo continuo puede llegarse al pequeño taller. Allí, como un labrador que hiende la tierra con la reja, el artista abre surcos delicados y sutiles en el duro  metal. Después el campesino echará la semilla, pero él cubrirá de oro refulgente las filigranas abiertas en el seno metálico a golpe de martillo y punceta. Es uno de los últimos talleres en la ancestral Toledo que, tras varias generaciones, desaparecerá como otros muchos llevándose consigo los secretos de su arte. Pero no se habla aquí de objetos de bisutería expuestos en los escaparates de la ciudad imperial con precios asequibles para el curioso turista y que la industria imita y fabrica masivamente, sustituyendo  a los auténticos trabajos artísticos que ya no pueden competir con el trabajo engañoso y seriado. Son objetos como platos, pitilleras, mecheros, relojes de bolsillo, o pequeñas cajas y cofrecillos que se convierten en verdaderas joyas por obra y arte de un noble, antiguo y artístico oficio: el damasquinado. Su nombre deriva de la actividad que hace más de dos milenios llevaban a cabo los árabes de Damasco, aunque también se denomina ataujía. Toledo contó con numerosos e importantes talleres  pero paulatinamente fueron cerrando y hoy apenas quedan profesionales que lleven a cabo estos trabajos.

El artista del damasquinado debe ser un excelente dibujante para preparar los diseños que vaya a plasmar sobre el objeto en cuestión. Pueden ser temas florales, arabescos o de  cualquier otro tipo. A grandes rasgos, para damasquinar un plato metálico, por ejemplo, éste se une a un taco de madera mediante lacre previamente calentado con soplete y sujeto a un tornillo en una gran bola metálica que descansa en un marco triangular de madera. De esta forma la esfera puede moverse en todas direcciones para facilitar la accesibilidad a la superficie a trabajar. Pasará el diseño al plato y a continuación abrirá, picar se denomina, sobre las líneas del dibujo surcos con un buril llamado punceta golpeado con un pequeño martillo de grabador. Una vez terminado el dibujo se embute, mediante el  martilleo con  cinceles  romos, hilo de oro o plata en los surcos practicados en la superficie metálica. Esta operación requiere, nervios templados, pulso y una habilidad artística extraordinaria. Cuando el trabajo está terminado y repasado con herramientas apropiadas, se sumerge en ácidos especiales diluidos y en caliente que ennegrecen el plato pero no el oro, resaltando éste sobre la superficie.

Pero además de Toledo, también se llevaron a cabo extraordinarios trabajos de damasquinado en la pequeña localidad guipuzcoana de  Éibar, famosa por la fabricación de armas de fuego. Uno de sus máximos exponentes fue el artista Plácido Zuloaga, padre del famoso pintor Ignacio. Descendiente de una familia de armeros, estudió en París dibujo y escultura, mejoró la técnica y de su taller salieron otros tantos artistas grabadores. Revólveres, pistolas y escopetas fueron embellecidos en toda sus superficies hasta tomar aspectos de joyas más que de armas. Además en su taller se llevaron a cabo trabajos de todo tipo como una mesa de despacho para Isabel II, una urna para el rey de Portugal y el mausoleo del General Prim cuya elaboración duró un lustro. Éste trabajo, tras varios años en Madrid, fue trasladado a Reus localidad donde nació el militar y jefe de gobierno.