El poeta herido

Este vate no es engolado; aún siendo gratis el engreimiento, la fatuidad y la elevación, apenas tomó nada de estas poses. Sí cogió su parte de humildad y modestia aunque también de hosquedad. Tampoco se siente afectado por el halo de la gloria. Una vez le vi en la antigua casa de cultura, dirigiéndose al salón de actos que ya no existe, tocado de una corona de laurel. Quizás un chispazo etílico había removido sus adentros encontrando un soterrado atisbo de humor; y por eso acompañaba de esta guisa a otros colegas en un acto literario. Pero “lejos de él todo afán de protagonismo” o de lucir en sus sienes las hojas de Dafne con intenciones vanidosas o de presunción. A mi más me pareció, salvando lo necesario, un Peter Ustinov sin barba a punto de interpretar, lira en ristre, sus declamaciones ante la incendiada Roma en Quo Vadis? Pero eso son elucubraciones desenfocadas por el tiempo.

Si puedo le hago una visita. Custodio de un santuario de arte, guardián de bienes culturales que “sólo” alimentan el espíritu y que por tanto interesan a pocos. Cuando llega la hora de cerrar, hace sonar la sintonía cual factor de estación que anuncia la bajada de pasajeros de un tren cultural que llega de ningún sitio y parte hacia ningún lugar; pocos se bajan porque pocos han subido. No interesa el mundo de la  belleza sino el de la vulgaridad. Entre otras, grandes dosis de Wassup o whatssap-messenger, sms… que harán de muchos jóvenes navegantes robotizados de un mar proceloso con rumbo a  territorio Idiocia.

Y metido su brete de piedra, lee, devora, fagocita libros, como si estos fueran a quemarse en un Fahrenheit 451, todo es posible. Le pregunto porqué no escribe, se vuelve como un animal herido y me contesta con un triste “para qué”. Para ti, para tus amigos, le digo. Pero se siente cansado, náufrago en su ciudad isla, bajel varado en la playa con las cuadernas descuadernadas, emitiendo quejidos al empuje de las olas. Recordando días felices de vino y rosas, de sus viajes al Sur, de camaradas ilustres: Garcia Baena, Hierro, de Villena… Como paño en oro guarda un pañuelo de cuello de Manuel Piña, que su madre le regaló porque visitaba al famoso diseñador manzanareño en las postrimerías de la muerte, olvidado de muchos.

Su corazón quedó exangüe, desangrado en amoríos frustrados en pos de un joven ilicitano. Y en su soledad se echa en brazos de Baco, después en los de Morfeo para eludir el dolor. En su haber un buen puñado de libros, pero no quiere escribir más. Su apellido potente y resonante, Brotóns es el exterior, áspero y adusto. Pero su nombre Joaquín es otra cosa; sus adentros livianos y suaves. Pueden temblarle los labios leyendo la noticia del padecer y fallecimiento de una persona que no conoce ni de referencia.

Y para que sonría nos trasladamos en el tiempo y recorremos antiguas despensas llenas de viandas para el invierno; y viejos cercados donde gañanes y jornaleros beben vino en días de San Borce. O nos vamos al trigal de las palabras donde muchas han quedado abandonadas, y en nuestro talego atado a la cintura espigamos las que se quedaron en el olvido: alcuza, candil, sarrietas, tiesto, albañal… Frases o palabras oxidadas del diccionario de estos pagos: “estezón” “ancalagüela “no es melga” “viene uple” “hasta las cencerretas”. O vocablos castizos que solo el valdepeñero de pura cepa pronuncia clavando una “i” cual estilete: “Valdepeñias”, “gachias”, “meloncillio”…

Ya no tiene la lumbre de entonces pero en su seno queda el rescoldo que no quiere avivar. Mas aunque quiera arrancarse su piel de poeta como un san Bartolomé, por dentro también lo es, quizás poeta herido, pero nació poeta y poeta morirá.