Piedras milenarias, maderas ancestrales, junto con el ladrillos, el hierro y otros materiales nobles, se enseñorean de la ciudad con redundancias, no de tres culturas sino de cien, y otros tantos estilos. Sigue leyendo el nombre de las calles y plazas rotuladas en azulejos cerámicos; y se pregunta el porqué de algunas de ellas: Cuesta Calandrajas, Callejón las Siete Revueltas, Travesía Aljibillos, Pasaje las Hazas, Plaza Cerro de las Melojas, Corredorcillo de San Bartolomé, Calle la Mano, Calle las Recogidas… Cuál sería aquella estrecha, torcida y oscura que Gustavo Adolfo describe en su leyenda Las tres flechas, donde creyó ver una misteriosa figura a través de los cristales emplomados de una ventana. Según él, aquella calle, por ser el mejor testimonio de civilizaciones antiguas, la hubiera cortado en sus extremos, colocando un cartel…

Sigue su largo paseo mirando y admirando fachadas de iglesias, sinagogas, mezquitas, palacios y casonas; guardadas por viejos portones armados de clavos de bronce, pesadas aldabas y cerraduras de grandes ojos. Se cuenta que algunos descendientes de aquellos judíos sefardíes (españoles), hoy habitantes de Israel, conservan las pesadas llaves de hierro de las casas toledanas donde habitaron sus ancestros.

Por la calle Taller del Moro gira a la derecha y se emboca en la Plaza del Conde; dos policías charlan en una puerta secundaria del Palacio de Fuensalida, sede de la Junta de Comunidades de Castilla la Mancha. Les saluda y nuevamente saca de la mochila los trastos de dibujar, bajo la mirada curiosa de los policías. Una chica de ojos orientales le hace una foto; los japonenses quieren llevarse Toledo entero en sus cámaras fotográficas que fagocitan todo lo que se les pone por delante; tres pasiones subyugan a los nipones: Toledo, Don Quijote y el flamenco. Terminado el apunte atraviesa la plaza, al fondo una fila de turistas-muchos de Japón- silenciosos, esperan poder entrar en la iglesia de Santo Tomé para admirar El entierro del conde de Orgaz. Sus pasos le llevan al museo del escultor Victorio Macho en Roca Tarpeya. Pasa de largo y continúa hasta el monasterio de San Juan de lo Reyes. Apoyado en sus muros, dibuja los imponentes cipreses de la plaza que toma el nombre de este monasterio.

Y en su deambular llega a una zona más transitada y bulliciosa. Mira escaparates atestados de artículos que ya conoce de siempre: abanicos, navajas, puñales, joyas, especias, damasquinados, cerámica, quijotes de madera, armaduras, escudos, alabardas y, como no, espadas. Espadas de la “Señorita Pepis”, fabricadas industrialmente y con fines decorativos. Porque éstas no son las de antes, las de buen acero toledano que, a la sazón, compitieron con las  de la ciudad alemana de Solingen.

Sin darse cuenta, se encuentra en la calle cuyo nombre es el que más le gusta de todas las de Toledo: Calle Hombre de Palo. Enlazando con ésta, por la Calle Comercio, se planta en la celebérrima plaza de Zocodover. Sentado en un banco toma un boceto del Arco de la Sangre. Un transeúnte se para a mirar y enseguida comenta: ‹‹Oiga jefe, no está mal pero, ¿no tardaría menos sacando una foto?››. Levanta la cabeza y mira la cara sonriente del joven inmigrante que ya se marcha.

Pasa a tomar una cerveza bajo los soportales, en el “Café Bar Toledo, fundado en 1928”. Pero está regentado por tres chicas morenas, escotadas y de generosos pechos; procedentes de allende los mares. Paga, y en el tique de caja reza: “Café & té, Expansión de Franquicias S.L.” Qué cosas.

Sube la Cuesta de Carlos V hacia los aparcamientos cercanos al Alcázar. Recoge su vehículo y se aleja de la ciudad viendo por el retrovisor los pináculos  de la catedral. Luego intenta recordar el enunciado del cartel que Bécquer  hubiera puesto en aquella misteriosa calle: “En nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica”.