Graffiti

Sierra de Gredos (Ávila), Pico Almanzor 2.593 metros. Cientos de montañeros y excursionistas se dirigen hacia la máxima altura del Sistema Central. Los más entrenados ascienden hasta su cima. Muchos quedan a sus pies, en la Laguna Grande a dos mil metros de altura, disfrutando del aire puro y rodeados de moles graníticas. A la vuelta llevan bolsas de plástico en las mochilas o en la mano, conteniendo los restos de comida o envases para depositarlos en los contenedores de la plataforma de salida. Todos cumplen la norma, el acuerdo tácito: “Llévate tus desperdicios, la naturaleza no los necesita”. Y en estos elevados, bellísimos e impresionantes parajes berroqueños, a un lado de la tortuosa senda, una pequeña roca llama la atención, ha sido ensuciada, afeada y mancillada por la firma negra y odiosa de un grafitero, aunque esta definición no describa propiamente a su autor. Hasta aquellas alturas se ha tomado la molestia de llevar su proeza, su hazaña, su acción valerosa (tradúzcase por necedad, estulticia y angostura intelectual).

En la mítica e inolvidable película “La conquista del Oeste”  (1962), Eve Prescot (la bellísima Carroll Baker), cuenta a su hermana, como su amado Linus Rawlings (James Stewart), ha grabado en un árbol el nombre de los dos, rodeados de sendos corazones, y  ha lanzado su cuchillo clavándolo en la intersección de ambos. Perdonable la acción del trampero aunque haya realizado un graffiti, porque aquellos personajes legendarios, que llevaron a cabo grandes gestas, nada tienen que ver con  “Influenza”, el grafitero holandés, experto en dañar las cortezas de los árboles con grabados, para mí, más triviales y menos románticos.

No se trata aquí de analizar  la historia del grafiti (o graffiti), ni del moderno y sus géneros o estilos, ni de los grafiteros famosos como Banksy o Muelle; doctores tiene la iglesia y la “Wiqui” información sobre el asunto. Es cierto que en algunos casos, pintores del aerosol han llegado a mostrar su obra en salas de exposiciones. La mayoría plasman en las paredes dibujos y pinturas, en muchas ocasiones  interesantes, llamativas, sugerentes y de calidad. Algunos particulares o ayuntamiento, ceden superficies o fachadas donde pueden desarrollar este tipo de arte que, como en todo, puede o no gustar al ciudadano que los contempla. Estos son los denominados grafiteros. Pero bajo la capa de lo que se dio en llamar hace años “arte callejero”, se tapan o, mejor, se esconden cientos de acercabarros (aunque no se encontrará en el diccionario, en albañilería y por extensión, persona chapucera, torpe, que carece de habilidad y conocimientos en su oficio), cuyas actividades no son arte sino vandalismo.

No hay paisaje urbano más deplorable y desolador  que el degradado con grandes letras o negros pintarrajos sin sentido, obra de estos “artistas” anónimos y esto último lo son no por exceso de modestia sino porque se esconden en la oscuridad para cometer sus gamberradas e incluso, en ocasiones, incumplen sus propias reglas y mancha con su firma el trabajo de otro colega, realizado con más acierto. Nada escapa al espray de estos depredadores del paisaje: muros, paredes, contenedores, toda clase de mobiliario urbano, pedestales de esculturas, portadas, vagones de metro, de tren, pasajes subterráneos o a nivel, puentes, casas de campo abandonadas, edificios públicos, también privados si olfatean que no hay moradores. Manchan desde parques infantiles y sus aparatos hasta las piedras respetables y seculares de un palacio o castillo. Atacan fachadas de mármol o ladrillo, ocasionando graves daños en las mismas pues, además de los gastos de restauración, ésta no se lleva a cabo con facilidad y la superficie manchad no quedará como en su estado primigenio. Ante una superficie limpia, acuden como las mariposas a la luz, como los clavos al imán, como las moscas a la miel o a otra cosa…Siempre de noche, con nocturnidad y alevosía ¿Dónde está el arte en estas acciones?