Arte que no se ve (I)
Hace ya bastantes años asistí a un curso de talla directa en piedra, impartido por el prestigioso Centro de los Oficios de León; con la doble intención de ampliar mis conocimientos en esta materia y pasar unos días en esta ciudad monumental para seguir admirando piedra por doquier. Me cupo el placer y la suerte de disfrutar de un marco perfecto y adecuado como lugar de trabajo: uno de los claustros en la Colegiata de San Isidoro, sede de este centro. Y digo esto porque en el año 2005, los talleres fueron trasladados a otras dependencias modernas fuera de dicha colegiata.
Protegidos por la fresca sombra bajo las arcadas del claustro, el repiqueteo de los cinceles y una pizca de imaginación, nos hacía sentirnos canteros medievales tallando toda suerte de ménsulas, capiteles y gárgolas. Como clase teórica, para completar el curso, además de mi entusiasmo y satisfacción, llevaríamos a cabo una visita, “muy especial”, a la catedral que, precisamente, se restauraba en algunas partes. Con lo que se cumplió el deseo que siempre había albergado; éste no era otro que el poder adentrarme en lugares secretos que en una catedral o castillo nunca se muestran a los visitantes.Interceptados por un cordón o la llave bien echada a herméticos portoncillos, hay que pasar de largo, quedando ocultos ancestrales misterios a la mayoría de los mortales de hoy.
Nuestra visita no fue hacia abajo (sótanos, criptas o subterráneos) sino hacia las alturas. Pudimos asomarnos, peligrosamente, a la calle desde la terraza, sin baranda ni pretil, situada encima de las puntiagudas puertas de la fachada principal; y tocamos, por dentro, los cristales coloreados y seculares de la parte baja del impresionante rosetón. Continuando nuestra excursión como hormigas en el ciclópeo edificio gótico, recorrimos oscuros pasillos por los que pocos pasan, se nos descorrieron cerrojos herrumbrosos que cerraban viejas puertas y oímos los quejidos de goznes, cubiertos de orín, al ser importunados. Era una calurosa tarde de verano, diez o doce personas en grupo, pero seguro que por allí no habría transitado nadie si hubiese ido solo. Ascendimos por escaleras de caracol empotradas en las torres; ciegas, oscuras, angostísimas, empinadas y claustrofóbicas; guiándonos a tientas, tocando al de delante o las paredes curvas que casi nos rozaban los hombros, para llegar a estancias atiborradas de trastos, iluminadas tan sólo por estrechos rayos de luz que se colaban oblicuamente por angostas aspilleras. Por indicación de nuestro guía -maestro de talla en piedra-, pudimos tocar las marcas que los maeses canteros grababan con sus cinceles en ciertos sillares; aún hoy se desconoce el significado de estas misteriosas y herméticas señales.
Y he aquí el porqué del encabezamiento de este texto. En nuestro recorrido, observamos infinidad de trabajos en la piedra que parecían haber sido realizados por los tallistas y canteros con la única intención de que casi nadie los viera. En aquellos pasillos había molduras talladas; algunas puertas, de pequeñas dimensiones, rodeadas de magníficos arcos con adornos florales. En aquellos estrechos corredores en penumbra se observaban cenefas de piedra caliza esculpidas con primor; pequeños capiteles labrados pacienzudamente: el tiempo, en aquellos tiempos, no valía nada.
Algunos de los pasajes conducían a las terrazas desde las cuales se reparaban, y se reparan con más comodidad, ciertas partes de la catedral: cubiertas y canalones de plomo o cinc, tejas, sillares, desperfectos en la piedra y otros arreglos.