Desnudo masculino en el arte
Una cruda mañana de enero de 1506, el agricultor Felice de Fredis trabajaba en su viña del monte Esquilino en las afueras de Roma. Arrancaba algunas añosas e improductivas cepas con la intención de reponerlas, más tarde, con jóvenes plantones. Por lo cual había excavado grandes hoyos en la tierra medio helada. En uno de sus golpes de azada, ésta rebotó en algo duro. Extrañado, Felice comenzó a retira la tierra cuidadosamente con la curiosidad y precaución de un arqueólogo. Al medio día tenía ante sus ojos un enorme y fragmentado grupo escultórico. Corrió a dar la noticia y enseguida, junto con otros curiosos, dos enviados del Papa Julio II observaban asombrados el hallazgo. Ambos coincidieron enseguida en la identificación de la escultura. Se trataba del Laocoonte (sacerdote troyano de la Ilíada) y sus hijos atacados por dos serpientes. Los peritos enviados por el pontífice eran nada menos que el arquitecto e ingeniero Sangallo y el “divino” Miguel Ángel. Desde entonces, adquirida por Julio II, puede admirarse en las colecciones del Vaticano. “El laocoonte” fue un nuevo referente para el “divino” y sus colegas renacentistas en el tratamiento y expresión del cuerpo; porque, efectivamente, este famoso grupo expone, en todo su esplendor, una clase magistral de anatomía y belleza plástica del desnudo masculino en el arte.
Fue, sin duda, el mundo griego el artífice del avance decisivo en la evolución artística de la humanidad, por su arte equilibrado, intuitivo y racional, y sus artistas (sobre todo escultores ya que de la pintura apenas quedan vestigios), los pioneros en la talla y fundición de esculturas mostrando el cuerpo masculino totalmente desnudo. Los Kúroi (jóvenes del periodo arcaico desnudos en su plenitud vital), son representaciones funerarias de atletas o exaltaciones de las victorias conseguidas en sus juegos deportivos. Curiosamente, las Korai (muchachas), se representaban vestidas. En los siguientes periodos griegos, en el arte romano y renacentista, el desnudo continuó cultivándose; atletas, guerreros y dioses muestran, con naturalidad y totalmente desinhibidos, sus atributos de mármol o bronce. Bernini en el Barroco, disimula estas partes con ropajes. El escultor neoclásico, Antonio Canova coloca, en algunas esculturas, las púdicas pámpanas en los lugares estratégicos. Del siglo XIX y comienzos del XX, el impetuoso Rodin vuelve al desnudo total con sus bronces cargados de fuerza y expresividad y tensión psicológica. Un ciclópeo e incompleto desnudo en aluminio, orna nuestra Avenida de las Tinajas, obra de Víctor Ochoa Sierra.
En nuestra iglesia de la Asunción, expuestos a las miradas de quien quiera levantar la cabeza, tres toscos duendecillos eróticos -muy alejados de la belleza clásica- y encaramados en la altura, observan desde arriba a los viandantes que pasan a diario por la calle Real sin saber de su existencia. Situado el observador en el antiguo hito de piedra en el callejón de la Cruz Verde y de cara a la fachada Este del templo, puede observarse dicha fachada quebrada en tres planos. Arriba, en el de la izquierda por debajo de los huecos rectangulares del palomar y cortando en el centro la estrecha cornisa de puntas piramidales, se aprecian restos de una figura desnuda aunque sólo quede de ella, nalga, muslo, pierna y un brazo. Puede apreciarse una estaca clavada y un eslabón o argolla tallada en la piedra, como si el diablillo estuviese atado a ella. En el plano central y a la misma altura, otra figura cabezona se lleva la mano derecha a la parte trasera de su anatomía. Y, por último, pocos pasos hacia arriba por la calle Real, pegando la espalda a la puerta de la que fuera carnicería de Sanroma y elevando la mirada, en el plano de la derecha y por encima del tejado de la sacristía, el tercer duendecillo, sin brazos, a punto de caer de cabeza, en una postura imposible; aún estando vestido, deja colgar sus, claramente visibles órganos genitales.