La virgen de la servilleta

Mil seiscientos treinta y tantos; Sevilla, a la sazón, punto de partida hacia el Nuevo mundo, hacia las Indias occidentales, hacia los territorios que debieron llamarse en su totalidad Colombia, por su descubridor, y que por un espabilado florentino, Américo Vespucio, que advirtió la envergadura de las tierras descubiertas, que no eran ni mucho menos las Indias, se dieron en llamar América en su honor. Sevilla en sus últimos años de prosperidad y comienzo de su decadencia, tenía su puerto siempre abarrotado de naves que iban y venían a la tierra prometida. Buques cargados de oro, plata, tabaco especias y frutos desconocidos en las tierras de acá. Barcazas de carga, urcas, galeones bien artillados, galeras, y todo lo que se moviera con viento y trapo. El barrio portuario, Triana, hierve de gente; comerciantes, viajeros que llegan o se van, chamarileros, artesanos, y toda clase de hampones, de pícaros dispuestos a aligerar de su bolsa al incauto viandante. Seguro que de no ser  personajes novelescos del inmortal Cervantes, los pequeños Rinconete y Cortadillo, a las órdenes de Monipodio, estarían enfrascados en una partida de cartas desplumando a un pardillo. Un artista exhibe su “mercancía”, su obra pictórica; seis o siete lienzos recién pintados, apoyados en la pared de una taberna. Es el joven Bartolomé; siempre consigue vender algunos cuadros a los pasajeros que se embarcan rumbo al Nuevo Mundo.

Bartolomé Esteban Pérez (posteriormente adoptaría el segundo apellido de su madre, Murillo), nació en la ciudad hispalense en 1617, siendo el menor de  catorce hermanos. Al marchar de Sevilla su maestro, Juan del Castillo, el joven de poco más de veinte años, se ganaba  la vida vendiendo cuadros en el puerto y en las feria sevillanas. En un primer viaje a Madrid  mantuvo contacto con su paisano Velázquez que ya era pintor de Corte. En la capital del reino conoció las pinturas flamencas de Van Dyck y Rubens y las del veneciano Tiziano. Impresionado por la nueva manera de pintar, evolucionó en su estilo. Su primer gran encargo fue una serie de pinturas para el claustro chico del convento sevillano de San Francisco. Este trabajo le supuso el reconocimiento como pintor de prestigio, desde entonces su fama fue en aumento. Su maestría se hace patente en el tratamiento de luces y sombras; con una sabia distribución volumétrica, dota a su pintura de  máxima expresividad. Sus pinturas le colocan merecidamente entre los pintores de primera fila del Barroco.

Quizás Murillo sea conocido popularmente por su temática religiosa y, sobre todo, por las Inmaculadas. Sin embargo, además de un excelente retratista, pocos como él reflejaron la vida cotidiana de su tiempo. Utilizó como modelos a humildes mujeres, ancianos y niños; a éstos los retrató magistralmente, poniendo de manifiesto, además de su pobreza, la  pillería reflejada en sus rostros y su alegría, quizás por el hecho de estar comiendo: “Niños comiendo de una tartera”, “Niños comiendo uvas y melón” (Pinacoteca de Munich), “Niño con perro” (Museo Ermitage, San Petersburgo),”Niño espulgándose (Louvre).

Es muy conocida la leyenda  por la cual, un fraile rogó, dado que el pintor era afable y generoso, le pintase en una servilleta una virgen con niño para acompañarle en sus oraciones. Así lo hizo el artista y de ahí tomó el nombre aquél cuadro “Virgen de la servilleta”. Pero la leyenda es falsa pues aunque el cuadro existe (Museo de Bellas Artes de Sevilla), el soporte de la pintura es un lienzo utilizado por los pintores para óleo y no un tejido apropiado para una servilleta.

A Murillo se le debe el mérito de fundar una academia en Sevilla, germen fructífero de lo que serían estos posteriores y reputados centros de enseñanza en España. Pero la obra Murillo fue denostada durante mucho tiempo, tildando su pintura de blanda  meliflua y propia de  cromos. Rehabilitado después y reconocido como uno de los grandes pintores del XVII; no en vano los museos más importantes de todo el mundo se han disputado su obra.

Murillo murió en 1682, enterrado en la iglesia de la Santa Cruz de Sevilla.; dicho templo fue arrasado por las tropas napoleónicas y se cree que los restos del pintor se encuentran en algún lugar  bajo la plaza del mismo nombre; allí puede verse desde 1858 una placa en su memoria en una pared de dicha plaza.