El santo de los majuelos (y IV)
Por los agujeros sospechosos del manto, comenzó a salir del interior una multitud de ratones blancos que, como diablillos, se repartían a toda velocidad por las andas y caían, unos al suelo y otros por las espaldas de los porteadores, los cuales daban tales saltos, corcovos, meneos y vaivenes que para sí los hubiera querido San Pascual Bailón, patrono de los antiguos cordeleros, al que bailan durante su procesión. El revuelo fue digno de letras en pergamino: las mujeres chillaban y se alzaban las sayas, los hombres se carcajeaban de las mujeres, el cura pedía sosiego mientras se remangaba la sotana, por si acaso, mostrando sus blancas y delgadas canillas; los monaguillos se reían del cura, la chiquillería escandalizaba alborotada y los que transportaban la imagen, no lograban mantener la compostura, propinándose grandes manotazos en el cuello para evitar el cosquilleo, más imaginario que real, de los roedores. A punto estuvo el santo de fenecer aquella tarde, no obstante, fue el único en mantener las formas sin llegar a tocar el suelo; él se reía de todos.
Transcurridos los largos minutos de sobresalto y vuelta la calma, se hicieron comentarios de todas clases, incluso flotaron en el ambiente atisbos milagreros. Porque vamos a ver, ¿Cómo es que el santo no mordió el polvo a causa de los desaforados traqueteos? ¿Cómo, al toque de vara, salió una marabunta de ratones blancos igualitos al que propinó el golpe? ¿El color sería para señalar al atrevido pecador que osó tales confianzas con el de los majuelos? Por cierto, el autor del desaguisado se mantuvo en silencio, como si pasara por allí y muy sorprendido de la algarabía organizada por un simple golpe de nada; también pensó que su toque no tenía menor importancia que el de Moisés cuando golpeó la roca con su cayado para conseguir agua.
Pero “casi” todo tiene explicación en esta vida. El tío Albino, quizás para reparar en parte lo que en realidad no llegó a ocurrir, propuso consultar a su sobrino ahijado, al que costeaba los estudios de Bellas Artes en la especialidad de restauración, para que investigase sobre aquellos agujeros y algún posible desperfecto en la imagen a causa de la movida a que se sometió; aunque aparentemente no había sufrido ninguno. Dejaron al estudiante en la honguiforme capilla a solas con el santo, cual forense frente al cadáver. No duró mucho su examen y pronto tuvo un veredicto que ofrecer a los impacientes lugareños.
Resultó que las carcomas llevaban atacando de forma inmisericorde y durante largo tiempo las entrañas del santo, zapando infinidad de galerías y alimentándose de él, al igual que el águila, por mandato de Zeus, devoraba diariamente el hígado de Prometeo, encadenado a una roca. Pero a la imagen no se le regeneraba la madera como al titán cada noche su víscera. Más tarde, abandonado de las larvas xilófagas, los roedores se hicieron dueños de la situación, o mejor de los túneles ya excavados; ensancharon éstos y se aposentaron en el cálido seno del de los racimos, como nuevos huéspedes y comensales. Y, he aquí, el porqué de la merma paulatina de peso. La blancura de los ratones se debió a que estaban, como los panaderos, cubiertos de harina de madera cuando salieron espantados al exterior; el pelo ratonil se transformó en gris natural a los pocos minutos de veloz estampida hacia el campo; otro misterio resuelto. En cuanto a que la imagen no cayera al suelo hecha polvo literalmente, debido a su precario estado y desmenuzamiento interior (la procesión también iba por dentro), eso sí que fue un verdadero milagro porque, realmente, el santo ya no estaba para aquellos trotes.
Propuso el experto extraer, con precisión de cirujano, los excrementos de los ocupas, restos de madera molida y demás impurezas. A renglón seguido, inyectar un poliuretano especial (sellador de alto rendimiento que no gusta a ningún bicho), en los agujeros, galerías, grietecillas e intersticios; ganando, de esta forma, en solidez y duración. Además, debería protegerse con una urna de cristal para mejor defensa de posibles ataques exteriores.
Consintieron todos alborozados, pero con una condición: el exterior de la imagen se mantendría intacta, no debería cambiar en nada su aspecto. El avezado estudiante, ejecutó el trabajo con pericia; pero además sin consultar con nadie, pulverizó sobre la superficie un barniz fijador especial mate, apenas perceptible y protector, que no alteraba el pobre aspecto del santo. Fue recompensado con liberalidad, felicitado por todos y todos quedaron contentos de poder seguir venerando y pasear en procesión, ahora cual moderno pontífice en su papamóvil, a su querido benefactor. También agradecieron al tío Albino sus “oportunos” toques de vara sin los cuales hubieran descubierto demasiado tarde el débil estado del Santo de los majuelos.
(Relato original de José Lillo Galiani)