El santo de los majuelos (II)

En cuanto al nombre del santo, nadie sabía como se llamaba, quizás sólo fuese la imagen de un campesino vendimiador; pero ellos le tenían por canonizado y por tal motivo, le llamaban el “Santo de los majuelos” al desconocer el nombre y la fecha con los que estaba incluido en santoral.

La imagen tallada en madera de tilo medía un metro, vestía una túnica hasta las rodillas que antaño quizás fuese verde pámpana, ceñida con cinturón de hebilla; sobre ésta, más que lucir, deslucía hasta los pies  una larga prenda entre manto, capa o capote; de color indescriptible, gastado del tiempo y en cuyos bajos presentaba algunos agujeros sospechosos. Cubría sus fuertes piernas con peales sujetos con tiras de cuero, definidas con certeros golpes de gubia. Se tocaba con un cubrecabeza que ni era gorra, montera o sombrero. En su mano izquierda  portaba un para de racimos de uvas. La diestra levantada de tal forma, que los fieles cuando se arrodillaban para santiguarse  delante de él, no estaban seguros de haber recibido la bendición del santo o darse por saludados. La poblada barba, sin pintura, mostraba la madera, ya que los fieles cuando tenían ocasión gustaban de acariciársela, al igual que el pie broncíneo de San Pedro en la basílica de su nombre en el Vaticano, por lo cual estaba muy desgastada. La expresión del rostro era alegre y jovial, mostraba una sonrisa abierta con un atisbo de guasa… pero, ¿sería en verdad un santo?  El modelado era sobrio, no obstante, de una ejecución segura, con una distribución equilibrada y certera de volúmenes; el conjunto de la figura tenía fuerza y expresividad. No podía encuadrarse en la imaginería románica, tampoco gótica, renacentista  ni barroca; su estilo era indefinido como el del santuario, como el color de su capa,  como el de  los racimos o la forma de su tocado… Su aspecto era más bien astroso y viejo, no por los años que representaba su cara sino por el deplorable estado de la policromía, llena de roces, manchas y arañazos.

Aun así, el “Santo de los majuelos” tenía algo que atraía al vecindario, quizás aquel gesto algo cínico, atrevido, como si a él no le importara su apariencia. Por eso se habían negado a restaurarlo, le querían tal cual; no les importaba las bromas de algunos foráneos cuando, al llegar su fiesta, venían a gorronear y llenar la andorga con la abundante comida y el vino gratis que corría durante la misma. No era por tacañería pues siempre que el cura pedía ayuda para la conservación de la iglesia del pueblo, una pequeña joya románica, eran muy dadivosos; la generosidad estaba demostrada. Al “Santo de los majuelos” le tenían, más que fe, apego y cariño, era como un talismán benefactor, no querían tocarlo en su aspecto por si perdía su carisma. Otra cosa que apreciaban de él era su liviandad; hubiera podido levitar debido a su poco peso. Cuando lo sacaban en procesión, sobre sus andas de madera desgastada y vulgar, los vecinos lo portaban cual ligera pluma, como si no pesara, es más, se diría que el santo se iba desprendiendo de su corporeidad terrenal  con el paso de los decenios, cosa curiosa y esotérica.

Durante los primeros meses de aquel año, la meteorología había sido pródiga en lluvias, por lo que, la diosa primavera había desparramado con largueza el color en los campos. Aquel día, fiesta del santo, sólo se apreciaban unas briznas de algodón en el cielo. Las yemas de las cepas, ya habían reventado en ramilletes de jóvenes  y tiernos pámpanos. Las siembras y bordes de caminos, lucían los bellísimos y luminosos mantos rojos de amapolas, como en los lienzos de Claude Monet. Los zapaticos, campanitas, caléndulas, margaritas, alverjanas, mielgas, cantuesos y miríadas de flores, pugnaban por ofrecer su belleza y perfumes al homenajeado.

Las improvisadas mesas estaban dispuestas al lado de la ermita, bien provistas de los manjares con que aquella ubérrima tierra premiaba a sus moradores; todo era de todos: porciones de lomo adobado, recias lonchas de jamón, gruesas rodajas de chorizo y otras exquisiteces de matanza; tacos de queso, aceitunas  y berenjenas aliñadas con aromáticas hierbas; enormes y dulces cebollas en vinagre, almendras saladas, altas tortillas con patatas de la huerta etc. Esto como entremeses y aperitivos  porque en las lumbres de secas cepas y sarmientos del año anterior, las sartenes, perolas y calderas, freían, guisaban o cocían  multitud de corderos, cabritos, conejos, liebres, gallinas, pollos y otras fruslerías que inundaban el ambiente de seductores y atrayentes olores culinarios. Todo regado con los magníficos vinos de artesanía que los naturales aprendieron a elaborar del bien hacer de sus ancestros. A los postres o para la merienda: miel sobre hojuelas, mantecados, bizcochos, magdalenas, cortadillos, cañamones con miel, arroz con leche y castañas, carne de membrillo, arrope de calabaza, mostillo, natillas con galletas aromatizadas con canela, uvas y ciruelas pasas, higos secos, confitura de ciruela… ¿Acaso no podría parangonarse esta fiesta con las quijotescas bodas de Camacho?