El santo de los majuelos (I)
Aquellos labradores no celebraban la fiesta de San Isidro, tenían su santo propio al que festejaban en primavera. La ermita, erigida en su honor, estaba enclavada en la llanura, rodeada de viñas. La aldea basaba su economía en el cultivo del cereal y el olivo; leguminosas de secano: altramuces, guijas, yeros para los animales, garbanzos y lentejas. En verano echaban huerta, y sacaban habichuelas para el gasto, patatas, enormes tomates colorados y con grandes surcos, como caras de vieja, fresquísimos y exquisitos pepinos verdeamarillentos, con pequeñas protuberancias (especie en extinción), y en las regueras que distribuían el agua a los tablares, crecían algunas cañas de maíz y enormes “tortasoles” de gruesas pipas. Pero sobre todo, primaba el cultivo de la uva y la elaboración de excelentes caldos.
Respecto al santo, los ancianos del lugar relataban una antañona conseja transmitida, por tradición oral, de padres a hijos por la cual un tal tío Saltabardas -su nombre de pila se borró del libro del tiempo-, y sólo pervivió el apodo dada su afición, al parecer, a visitar con nocturnidad y alevosía a toda hembra que requiriera de sus amores pecaminosos. Tal vez por reconcomio, y para reparar sus pecados carnales, había trocado a un chamarilero ambulante, media hogaza de pan, un cuarto de queso y un pequeño cuero de vino, por aquella imagen camuflada entre el abigarrado montón de cachivaches que transportaba en su destartalado carromato, tirado por un cansino mulo.
En una pequeña extensión llana y pétrea, que los arados no podían roer, cruce de lindes y tierra de nadie, donde se amontonaban las lanchas que los labradores sacaban de sus viñas, el tío Saltabardas, aprovechando aquel material calcáreo, gratuito y abundante, construyó, él solo, una pequeña ermita. Como argamasa utilizó la tierra de las mismas viñas, amasada con agua de su noria, una de tantas en aquella fértil llanura. El estilo arquitectónico fue el que Dios le dio a entender, es decir, ninguno. El santuario era de planta circular, en forma de tres cuartos de esfera, aunque dicha esfericidad dejara mucho que desear. Estaba rematado por una pequeña cruz de hierro que, muchos años después, alguien recuperó de una antiquísima y vacía sepultura del cementerio. Cubrió el suelo con las lanchas más grandes y planas. El santo ubicado en el centro para que pudiera contemplarse desde cualquier punto. La peana era un pesado rulo de leve forma troncocónica de piedra caliza, de los que se utilizaban para dar las primeras pasadas a la parva en la era o apisonar la tierra. Lo iluminaban cuatro minúsculos ventanos triangulares orientados a los cuatro puntos cardinales. A una altura conveniente, un poyo recorría toda la pared circular. De manera tan funcional lo había dispuesto el tío Saltabardas, que se podía descansar, dormitar, rezar o hacer que se rezaba y al mismo tiempo, vigilar por las troneras los racimos en sazón, en vísperas de vendimia o las oleosas y maduras aceitunas en enero. La puerta era una robusta trilla con los pedernales hacia fuera que giraba sobre tres potentes goznes bien engrasados. La cerradura y llave, que parecían haber sido forjadas por Vulcano, eran tan grandes que no tenían envidia a las de las puertas de Gaza, arrancadas por Sansón. Bien es verdad que nunca había sido necesario cerrar la capilla; pero, de un tiempo a esta parte, la proliferación de descerebrados dispuestos a mostrar, en todo momento, la escasez de contenido en su cavidad craneana, dio motivo a que se instalase, junto a la vieja, una moderna y eficaz cerradura de pequeña llave. Todos los vecinos tenían una copia que portaban cómodamente en su bolsillo cuando salían al campo, por si era necesario resguardarse de alguna repentina tormenta o protegerse, un rato, del sol veraniego o, simplemente, descansar bajo techado, aprovechando el frescor del interior en verano o su calidez en invierno.
Cuando llegaba la proximidad de la fiesta del santo, los lugareños reparaban y enjalbegaban meticulosamente la singular capilla. Repintaban por dentro y por fuera, en la base, la estrecha cinta de pavonazo Tenía tantas capas de cal, sobre todo por fuera, que desde lejos el caminante la vislumbraba extrañado, preguntándose qué sería aquella cosa deslumbrante entre el océano verde de los majuelos. Semejaba un globo ocular o mejor, un gran “Pedo de lobo” (con perdón, pero es el nombre vulgar que los aficionados y entendidos en Micología -estudio de las setas-, dan al hongo Lycoperdom perlatum). Quizás el tío Saltabardas se inspiró en esta especie blanquecina y globular de ínfimo valor alimenticio que todavía abunda en aquellos pagos.