El cantero bejarano (I)
Aquella tarde oscura y plomiza, un grupo de personas, algunos familiares y autoridades del pueblo, acompañaban al artista en su féretro. Mientras le daban tierra, varios relámpagos en la sierra iluminaron el camposanto y el cielo esparció una fina lluvia, como si llorara por el hijo que tras largos años de continua ausencia, había regresado para descansar en su añorado lugar. Sus vicisitudes y peripecia vital oscilaban del anonimato al reconocimiento, de la miseria al triunfo, de la adversidad a la gloria, y al cabo de todo ello, volvía al punto de partida, a la tierra en donde nació y a donde siempre quiso regresar.
Mateo Hernández Sánchez, nació en la localidad salmantina de Béjar, en 1884. El pequeño Mateo jugaba entre bloques de piedra berroqueña, extraídos de la sierra del mismo nombre del pueblo. La escoda, picola, tallante, escafilador y otras herramientas de acero, propias del duro trabajo de labra y cantería, no le eran ajenas; Casimiro, su padre, era cantero y maestro de obras. En este ambiente familiar, su clara vocación afloró enseguida, pero también tuvo claro no detenerse en el noble, pero artesanal, oficio de su padre y pasar de esta actividad hacia la artística.
A los siete años asistía a la escuela primaria y ayudaba a su padre como aprendiz, a los doce se incorpora al trabajo familiar y por las noches asiste a la escuela de Artes y Oficios donde su hermano Manuel era profesor de dibujo; él apoyó, ponderó y alentó sus ilusiones y dotes para la escultura. Transcurren los años en el pueblo y cuando tiene ocasión, marcha a Salamanca para admirar las tallas de los maestros góticos, los artistas barrocos y las fachadas repujadas en piedra del Plateresco. Realiza encargos de poca entidad para las obras de su padre pero la permanencia en el pueblo no le aporta progresos significativos. Con una beca de la diputación, se traslada a Madrid para estudiar Bellas Artes, mas sólo permanece un año pues no está de acuerdo en lo que se refiere a las enseñanzas de escultura de entonces. Quiere conocer en profundidad la talla en piedra, pero no obtiene respuestas.
Con desilusión, agravada con un fracaso matrimonial, marcha del pueblo definitivamente e instala un pequeño taller de escultura en Salamanca. Realiza algunos retratos de personalidades de la ciudad, entre ellos el rector de la universidad. Pero no son suficientes, sufre penurias de todo tipo y es ayudado por algunos amigos. Cansado de la insostenible situación, marcha en busca del “Sueño parisino”. Corre el año 1913 cuando llega a París, su impedimenta es ligera, tan sólo las ilusiones de un triunfo que no será fácil conseguir.
Hospedado en una pensión modestísima, de nuevo tiene que soportar crudas privaciones y penalidades de todo tipo. No conoce el idioma, no tiene amigos, está solo en la gran capital del arte; pero el firme propósito de triunfar y su voluntad férrea, le hacer superar los múltiples obstáculos. Visita los museos, sobre todo el Louvre, admira la escultura en general y el arte egipcio en particular. En el Jardín de Plantas, observa los animales que más tarde realizará en piedra. Pasea, deambula y aunque no es muy dado a la conversación, intenta contactar con gente en su misma situación que le ayude a acceder a los circuitos del arte. Él se presenta como escultor, sabe tallar cualquier piedra por dura que sea, no teme a su resistencia porque allá en su Béjar natal, labraba con facilidad el granito de sus montes; sus potentes brazos y las encallecidas manos así lo atestiguan.