Las cosas de Ginés (y II)

Estas dos piezas se tallan aparte y después se ensamblan a los costados mediante clavijas de madera encoladas. Los planos laterales, donde iban pegadas las desaparecidas extremidades, mostraban dichas clavijas de madera, quebradas e incrustadas en los agujeros de ensamble. Examinaba con detenimiento los pormenores de aquel trabajo de talla; con qué minúsculas herramientas abrirían los surcos del cabello; cómo habrían labrado el delicado cordoncillo anudado en su cintura. Yo era muy joven, trabajaba la madera pero en otros menesteres más prosaicos, aún no conocía las técnicas de la talla y por eso aquella pequeña imagen llamaba mi atención. Ginés me observaba con sus ojillos vivarachos, encantado del interés que yo mostraba: «Es precioso, ¿verdad?». Sin pronunciar palabra asentí con la cabeza. Mi padre, con cierta curiosidad, se acercó a mirar, al igual que el cliente que se encontraba allí, también mi tío Ramón, oficial del taller. Ginés aprovechó la ocasión y dijo con voz amelcochada y fingidamente compungido: «Fijaos que pena, el pobrecito no tiene brazos». Mi padre moviendo la cabeza le dijo: «Ya sabía yo que sería uno de tus trabajitos; qué es lo que pretendes, ¿Que se los ensamble?». Gines sonreía, había conseguido llamar un poco la atención de mi padre: «Bueno…, más o menos… Pero el caso es que…». « ¿Que no tienes las piezas? -mi padre vio abrirse el cielo-. «Entonces Ginés no puedo hacer nada, yo no sé tallar la madera, lo siento». «No es eso…»-titubeaba Ginés-. « ¿En qué quedamos, las tienes o no?». Ginés sacó del bolsillo un pequeño envoltorio y, con excesiva, innecesaria y sospechosa lentitud, comenzó a descubrirlo. Mi padre, impaciente y sin esperar, mientras se dirigía nuevamente a su trabajo, me indicó que cogiera las piezas y se las colocara. Eso sí que podía hacerlo yo; desembarazar los agujeros de los hombros e insertar, con dos clavijas nuevas, los brazos encolados y sujetos con un gato; además presumiría de haber restaurado una pieza de arte. Pero Gines había terminado, por fin, de desenvolver lo que traía en el pequeño paquete. Mi tío, mudo a los tres años por meningitis, soltó un grito estentóreo, el cliente descargó un « ¡¡Arrea!!», y yo, con los ojos dilatados en exceso, miraba mudo de asombro. Mi padre, alarmado, volvió al grupo y pudo ver lo que Ginés mostraba en sus manos: ¡dos brazos de plástico, color tirando a carne, procedentes de una vieja muñeca! Desnudos, flexionados en ángulo recto y totalmente desproporcionados, por pequeños, a la figura. Al parecer el amigo que le regaló la imagen, le dijo que un desalmado iconoclasta le había arrancado los brazos durante la guerra y no sabía el paradero de ellos. Mi padre, que nunca pronunciaba palabras malsonantes, encalabrinado, lanzó una imprecación a Ginés; éste sin inmutarse lo más mínimo decía: «Maestro, no seas mal hablado ni te enfades delante del Niño, que es muy milagroso, además puede castigarte». Y mi padre gritaba: « ¡Te parece poco el castigo que tengo contigo! ». «¡Ni sueñes que en mi taller se va a llevar a cabo tamaña chapuza!».

Pero los ruegos, la insistencia, la persuasión y la gracia de Ginés, para que al Niño se le colocasen los brazos, ablandaron a mi querido padre y… La responsabilidad de “ejecutar” el desafortunado implante cayó sobre mí cual pesada losa. Atornillé las piezas a los costados, convencido del funesto resultado. Dejé la figura en el banco, me retiré y observamos el desaguisado; el Niño hubiera tenido dificultades para rascarse el ombligo. Estaba ridículo, esperpéntico y grotesco; más que a devoción, movía a hilaridad. Tras un momento de forzado silencio y contención, todos acabamos riendo estrepitosamente.

Pero Ginés estaba felicísimo y agradecido; dándome las gracias (sólo eso, porque Ginés era muy tacaño), envolvió malamente la figura y salió del taller con sus andares característicos; tarareando “Morita de Tetuán” de nuestro admirado paisano, a quien en 1994 me cupo el honor de inmortalizar en bronce, el gran tonadillero y otrora afamado, Tomás de Antequera.