Las cosas de Ginés (I)
Pregúntese el posible lector “¿Quién era Ginés?”, y en las respuestas de los que le conocieron hallará chascarrillos, dichos y agudezas sin cuento. Todo un personaje en nuestra ciudad, Ginés fue panadero y el trabajo de modelar barras, roscas, bollos, panes normales y morenos, lo llevó a cabo, hasta su jubilación, en la desaparecida “Panificadora de Valdepeñas”. Era bajito, de ojos pequeños y oscuros como dos bayas maduras de enebro. De coquetería extrema, por él no pasaban los años, quizás había pactado con Mefistófeles. A edad avanzada su cabello era abundante, ondulado, negro como el azabache y carente de canas; naturalmente se lo teñía y además se rasuraba el vello del pecho; de siempre, utilizaba afeites cual metrosexual de hoy. Muy elegante: pantalón negro con la raya impecable, zapatos charolados; para conjuntar, camisa negra o, para acentuar el contraste, blanca inmaculada; si hacía fresco, lucía con garbo un jersey sobre los hombros; todo ello aderezado con bastante oro. Ginés tenía un humor fino, era guasón, gracioso y chispeante. De todos era conocida su clara y definida homosexualidad, no presumía de ello ni se avergonzaba, simplemente era así. Nunca salió del armario porque nunca había entrado. Si alguien pretendía zaherirle, por su condición, replicaba adecuadamente con tal agudeza que el malintencionado quedaba confundido y desarmado. Se contaba de él (cualquiera sabe), que al término de nuestra guerra fue requerido para presentarse en el cuartel de la Guardia Civil. Al preguntarle sobre sus actividades, adhesiones o pertenencia durante la contienda, Ginés contestó: «De cintura para arriba, de mi padre y de mi madre, de cintura para abajo (con un leve contoneo de caderas), al ‘glorioso movimiento’ ». Al parecer los de la Benemérita, entre risas, le dejaron marchar tranquilamente. Muy querido en el vecindario, charlaba con todos y a todos servía de regocijo. Vivía muy cerca del taller de mi padre y alguna vez se presentaba en busca de solución para pequeñas e impertinentes chapuzas. Departía con los que allí se encontraban (a veces yo estaba presente) y el final siempre era el mismo: prorrumpir en grandes carcajadas por los dislates, chanzas y ocurrencias de Ginés.
Un día se presentó en el taller con un bulto bajo el brazo. Mi padre no estaba de humor y muy atareado. Comenzó a desenvolver tranquilamente el paquete mientras comentaba con su voz cadenciosa: «Alfonso, a ver qué solución “podemos” darle a esta obra de arte”. Mi padre, aún sin terminar de mostrar lo que traía en el envoltorio, yendo de acá para allá, enfrascado en su quehacer e imaginándose el encargo importante, le contestó con brusquedad que no podía perder el tiempo en lo que seguramente sería una minucia incómoda. Sin perturbarse, terminó de retirar los papeles de estraza y colocó el objeto encima de uno de los bancos de trabajo. Era un Niño Jesús de treinta y cinco o cuarenta centímetros; no el recién nacido sino un jovenzuelo de diez o doce años en posición erguida, con vestidura hasta los pies de los cuales sólo se mostraban los dedos.
Instintivamente cogí la figura y comencé a darle vueltas para examinarla. No era una escayola, se trataba de una excelente talla en madera policromada El ropaje azul claro con rodales desvaídos, en algunas pequeñas zonas se había desprendido el color, mostrando el aparejo de estuco; en las superficies estofadas el brillo del oro se hacía patente. La cara algún arañazo pero en buen estado, la pintura del cabello aceptable. La madera, de pino, se conservaba sana y sin vestigios de carcoma. Pero un detalle, claramente perceptible en la pequeña imagen, saltaba a la vista: le faltaban los brazos.