El jardín de los nenúfares
En las primeras horas de una mañana en el verano de 1.891, el pintor remaba en el río cercano a su casa. Le encantaba pintar desde su pequeña embarcación que había acondicionado para tal menester. Escudriñando los alrededores en busca de un posible tema, aparecieron ante él unos altos chopos en ambas orillas. De pronto se levantó una leve brisa y comenzó a escuchar el suave bisbiseo del viento. Las hojas verde-plateadas de los gigantes comenzaron a titilar como si quisieran llamar su atención. Sin dejar de mirar, el pintor colocó una tela sobre su caballete y comenzó a bosquejar aquel bellísimo retazo de naturaleza. Volvió a su casa con el propósito de tornar periódicamente para seguir pintando a sus altos vecinos ribereños. Su intención, como buen impresionista, era captar la luz en las distintas horas del día. Una tarde, enfrascado en su tarea sobre el pequeño taller flotante, se acercó a saludarle el dueño de la chopera; le anunció que pensaba talar los árboles pues ya tenían buen porte para darles utilidad. El pintor se quedó pensativo y tras unos minutos de conversación, llegó a un acuerdo drástico con el campesino: le compró el terreno, naturalmente con chopos incluidos. Solucionado el problema, siguió pintando hasta el otoño, realizó una serie de veinte cuadros en los que reflejaba magistralmente el cambio de aquellos árboles con distinta luminosidad y estación. Claude-Oscar Monet nació en París en 1840. Al contrario que otras familias que marchaban a la capital francesa en busca de trabajo, la suya, cuando tenía cinco años, se trasladó a la ciudad portuaria de El Havre donde su padre trabajaría en un almacén de víveres, propiedad de su cuñado, para abastecer a los barcos. Sus dotes naturales para el dibujo le permitieron con apenas quince años, realizar caricaturas que le reportaban algunos ingresos y cierta fama local. Abandonó esta actividad cuando conoció y acompañó al pintor Eugène Boudin para pintar al aire libre. Aquella experiencia le marcó y fue la constante de su vida: siempre que fuera posible pintaría en la naturaleza. Regresó a París para estudiar pintura; consiguió que le admitieran dos cuadros en el Salón anual pero su situación económica era tan dramática, que se vio obligado a volver a la casa familiar. Su amante, Camille, quedaba en París a punto de dar a luz. Al mismo tiempo sufría una afección ocular. Todas estas adversidades le llevaron al borde del suicidio. En 1871, ya casado, se estableció en Argenteuil donde pintó los cuadros más luminosos de su carrera. Poco después de nacer el segundo hijo, Camille falleció y Monet volvió a casarse con Alice, una viuda que aportaba seis hijos al matrimonio. La gran familia se instaló en Giverny, a orillas del Sena, donde viviría hasta el resto de sus días. Ayudado por el marchante de arte Durand-Ruel comenzó, por fin, a salir de sus penurias y a obtener el éxito y reconocimiento merecidos. En busca de nuevos temas, visitó España, Venecia, Londres y Noruega. Compró la casa donde vivían y, con sus propias manos, amplió y trabajó en el jardín de la vivienda hasta convertirlo en una de sus pasiones, además de un espléndido vergel. Construyó un estanque, varias fuentes y plantó infinidad de flores, arbustos y enredaderas. Aquí retrató a su familia con el jardín como fondo o protagonista. Cuando nuevamente quedó viudo, Monet apenas salió de Giverny. Las flores eran el tema favorito de sus cuadros; en los últimos años instaló un estudio en el jardín para pintar exclusivamente sus queridos nenúfares. El provecto pintor murió a los ochenta y seis años, reconocido unánimemente como “El abuelo del arte francés”.