Duelo de titanes
Un día del año 1503, reunidos los miembros del gobierno de Florencia con Piero Soderini a la cabeza, como Gonfaloniere de la ciudad, acuerdan decorar el salón del Cinquecento del Palacio de Vechio. Sobre una de las paredes de la impresionante sala, se pintará un enorme fresco de 18 x 7 metros. Tras corta deliberación sobre quién sería el artista encargado de llevarlo a cabo, el consejo no se anda por las ramas ni repara en los gastos que acarreará la pintura, dado el caché del pintor elegido: Leonardo da Vinci. La única imposición al genio fue la temática del cuadro, versaría sobre la derrota que infligieron los florentinos y sus aliados, las tropas del papa, al ejercito milanés en las cercanías de la pequeña ciudad de la Toscana, Anghiari, de la cual tomó el nombre aquella contienda acaecida en el año 1440. Los clientes para asegurarse de que el artista acabará la obra, dada su fama de informal, le imponen en el contrato unas cláusulas fuertemente vinculantes (existe este documento fechado el 4 de mayo de 1504). Por lo demás, Leonardo es libre de poner en funcionamiento su arrolladora imaginación y crear la obra que, a buen seguro, satisfará al gobierno de la república. Comienza a realizar magníficos dibujos de caballos, jinetes, imponentes yelmos y rostros de fieros y vociferantes guerreros, todos con extraordinaria fuerza y dramatismo. Por fin, con su lentitud acostumbrada comienza a trabajar en el muro.
Entretanto, los regidores de la ciudad deciden que la pared frontera debería ornarse con otra pintura de parecidas dimensiones. Pero, ¿Quién podría igualar a Leonardo? ¿Quién sería capaz de medirse con semejante artista? Tampoco lo pensaron mucho: Miguel Ángel. Y comienzan los enfrentamientos. Leonardo, 50 años, un mito viviente reconocido en todo el mundo civilizado de entonces. Miguel Ángel 29 años, había terminado el “David” y su ascenso a la fama era meteórico. Precisamente Leonardo, miembro de la comisión que decidiría el emplazamiento del gigante marmóreo, propuso un lugar poco preponderante que a Miguel Ángel no satisfizo en absoluto, al final fue el propio autor quien decidió el lugar para su colocación.
Procuraban evitarse y si coincidían en algún momento, todo eran reproches. Cuentan que una de estas grescas, Miguel Ángel se burló duramente de Leonardo por no haber sido capaz de fundir la estatua ecuestre encargada por Ludovico Sforza, debido a su impericia y edad. Leonardo rojo de ira cogió una barra de hierro, la dobló con sus fuertes manos y la arrojo a los pies de su oponente, invitándole a que la volviera recta. “El terrible”, cruzado de brazos, le espetó: “¿Porqué he de enderezar yo las cosas que tu has torcido?”
Y siguieron laborando, Leonardo en su pared, Miguel Ángel que había empezado después, en los cartones preparatorios del tema que el consejo le impuso: la batalla de Cascina (julio 1364). El genio dibuja los hercúleos cuerpos desnudos de los soldados florentinos bañándose en el Arno, cerca de esta ciudad y a seis leguas de Pisa. Sorprendidos por los soldados pisanos, logran vestirse, tomar las armas y vencer. Unos soberbios dibujos que describen magistralmente la tensión de la inmediata batalla. Toda Florencia bullía de rumores, expectación, charlas, comentarios, discusiones y regocijo ante el gran espectáculo: dos colosos del arte frente a frente. A los pocos meses, Miguel Ángel, fiel a su costumbre de trabajar sin descanso, ha terminado los impresionantes cartones.
Pero el final de la historia fue desastroso y decepcionante. El de Vinci, sin escarmentar del deterioro de “La última cena”, en Milán por el empleo de una técnica inadecuada, sufrió un estrepitoso fracaso. Casi acabada la obra, comenzó a desprenderse por el principio. Desalentado y aprovechando la ocasión, se marcha nuevamente a Milán requerido por el representante del rey francés, sin solucionar el problema y dejando irritadísimos a los florentinos. En cuanto a Miguel Ángel, no llegó ni a trasladar el dibujo al muro. Por orden del nuevo papa Julio II, marchó a Roma para trabajar a su servicio.
La parte central del mural de Leonardo, que pudo conservarse durante algún tiempo, fue copiado por varios artistas. Da una idea del grandioso trabajo, un dibujo en el que cuatro feroces jinetes se disputan un estandarte, copia atribuida a Rubens (Louvre). El cartón de Miguel Ángel fue troceado y repartido. Del trabajo completo existe una copia a menor escala de Aristóteles Sangallo (Colección Earl of Leicester, Reino Unido).