Mi Juan
Mi Juan descansa del largo camino en este banco de piedra de la nueva plaza. Pero,
¿Ha llegado o se marcha? ¿Viene o va? Incólume e impertérrito, soporta el Ábrego, el Solano, la lluvia de abril, el inmisericorde calor agosteño y la impredecible nevada.
Mi Juan se muestra ajeno, aparentemente, al devenir cotidiano. El foráneo o paseante se sienta a su lado, le mira con respeto y se hace una foto; mi Juan sonríe para sí. De vez en cuando, un político de barba blanca, despliega su mesa y monta su despacho portátil para departir con él y con los ciudadanos que quieran escucharle.
Y cuando llega la tarde, se acercan los niños, cual inquietos y panzudos gorriones. Miran su maleta, hermética, varada, ¿Qué contendrá? Quizás unas camisas limpias, corbatas, pañuelos, un traje con chaleco; o puede que libros, un diario y una marchita ramilla de romero. La pequeña Violeta, en su tercer año de vuelo, está segura que el misterioso cajón esconde un preciado tesoro: Está repleto de muñecas. Pide ayuda a su abuela en sus intentos de abrirla: “¡Abi, Abi, queques!”. Los demás le tocan, le acarician, se posan en sus espaldas; y yo sé que mi Juan se regocija y murmura en voz queda, imperceptible: “Dejad que los niños se acerquen a mí, porque yo también soy maestro, aunque ellos no lo sepan”. Los hombros y la boina de mi Juan ya están bruñidos del cálido contacto infantil. Y pronto aparecerá el dorado bronce; porque mi Juan es de bronce, sus zapatos de bronce, sus manos de bronce, su mirada de bronce. Pero, ¿Y su interior? ¿Qué esconde? Yo lo sé, allí almacena, como en una gran alcancía, sus poemas. Por eso, algún duende nocturno, conocedor de su secreto, encajó su llave mágica en el ojo de la cerradura de su costado, le tocó el corazón, y esté removió sus adentros; y por las puertas de su pecho, que yo dejé entreabiertas para tal fin, escaparon retazos de sonetos, de los muchos que guarda, y quedaron grabados en cuartillas de acero desparramadas por el suelo de la plaza. Y en la noche cerrada, ¿Se queda solo mi Juan? No, los espíritus gatunos de los pequeños felinos que habitaron la vetusta casa de la antigua calle, los morrongos que vivían en una gran comuna tras la misteriosa y desvencijada portada, la que a mí se me antojaba de una antañona y destartalada fortaleza a la que sólo aquellos mininos tenían acceso; ocupas alimentados por alguna anciana solitaria y benefactora. Hoy, al desaparecer su cobijo, tan sólo quedan de ellos sus almas lastimeras. Y se amparan del relente de la madrugada en el cálido seno de mi Juan, al calorcillo de sus versos. Algún transeúnte solitario ha oído salmodiar las rimas de mi Juan en horas intempestivas. Y cuando las primeras claridades aparecen, antes de que los rojos se tornen zarcos, cuando los inaudibles cantos de los gallos anuncian la mañana, una vez confortados y huyendo de miradas curiosas, salen lanzando suaves maullidos. Sobrevuelan tapiales y bardas corraleras en busca de los últimos y oscuros desvanes, vetustos pajares u olvidados camaranchones; allí donde pasar el día para volver a mi Juan en las noches siguientes, excepto en las Fiestas del Vino, pues no gustan de ruidos infernales ni efluvios de vómitos y orines. Y mi Juan continúa su lectura parsimoniosa, interminable, sin tiempo…
Acaso una mañana, cuando Tomás pase frente al banco para saludarle como de costumbre: ¡Juan, buenos días! Mi Juan ya no esté, se haya marchado con su maleta en busca de otro banco, de otra plaza, de otra ciudad. Quién sabe…