“El terrible”

Andaba el muchacho enfrascado, terminando la cabeza de un viejo fauno en el jardín de aquel palacio repleto de estatuas clásicas atesoradas por el dueño. Tallaba en mármol un rostro arrugado, de ojos oblicuos, malévolos y burlones; los labios curvados hacia arriba con una sonrisa mefistofélica, sarcástica, misteriosa. El duque paseaba por las inmediaciones y se acercó para ver la obra. Para sus adentros, estaba asombrado de la perfección del trabajo, dada la edad del muchacho que no rebasaba los 15 años. Pero sin mostrar entusiasmo, le dijo al joven aprendiz: “No está mal, pero un fauno viejo, ¿no debería mostrar una dentadura menos perfecta?”. El duque siguió paseando con una sonrisa imperceptible y disimulada. El chico quedó pensativo, era cierto, había tallado una dentadura completa, inmejorable, en el rostro de un fauno vivaracho pero mayor. No se lo pensó dos veces, eligió un estrecho cincel de buen acero y una pequeña maza; de cuatro golpes diestros y certeros, saltó otros tantos dientes al viejo lascivo. Volvió el duque y viendo la resolución del joven, le puso las manos en los hombros, le miró, y con simpatía y franca sonrisa le dijo: “No era necesario muchacho, con dientes o sin ellos, tu trabajo es perfecto”.

Naturalmente, se trataba del jovencísimo Miguel Ángel, su mecenas era el Dux de la república veneciana, Lorenzo de Médicis, también conocido como “El magnífico”. A veces, los numerosísimos hechos sustanciales o anecdóticos, fruto de la intensidad vital de ciertos genios, hacen que tornemos a ellos una y otra vez, como fuente inagotable de enseñanza, inspiración, recreo o placer.

Michelángelo Buonarroti nació el 6 de marzo de 1475, en la pequeña localidad de Caprese, a 14 leguas de Florencia. Hijo de Francesca y Ludovico, de familia anteriormente adinerada pero venida a menos. Miguel Ángel tuvo como nodriza la mujer de un cantero; después comentaría que junto con la leche, mamó los cinceles y martillos para tallar sus esculturas. Ante la insistencia del joven y a regañadientes (el arte era considerado, a la sazón, un trabajo manual indigno de un caballero distinguido), su padre lo coloca bajo la tutela (citado en otra ocasión), de Ghirlandaio. El maestro, según se cuenta, sintió celos de la pericia del alumno. Pasados unos meses fue elegido para asistir a la academia de arte fundada por el gran mecenas Lorenzo de Médicis, que después de la anécdota del jardín, tomó tal afecto al muchacho que lo instaló en su palacio como uno más de la familia. Comenzó en esta academia sus primeros contactos con el mármol, bajo la tutela del viejo y ya conocido maestro, Bertoldo di Giovanni. Desgraciadamente, Lorenzo murió dos años después y Florencia quedó inmersa en un maremagno de insidias políticas. Miguel Ángel marcha a Venecia, pero las estrictas leyes gremiales impiden dar trabajo a un extranjero desconocido. En Bolonia conoce a Gianfrancesco Aldovrandi, el cual lo hospeda en su casa y queda admirado de aquél joven culto que, además de labrar el mármol, recita de memoria los versos de Dante. Realiza algunos encargos para el noble y de nuevo marcha a Florencia, subyugada bajo el terror del fanático dominico Savonarola. Ante esta situación caótica y de miedo, el artista marcha a Roma donde intenta labrarse, nunca mejor dicho, un porvenir. Recibe varios encargos importantes, entre ellos, “La piedad” con el que, definitivamente, se consagra como escultor importante. Transcurridos cinco años, Miguel Ángel volvía a abrazar a su familia en Florencia; orgullosos de tener un hijo y hermano ya famoso en casi toda Italia. Su retorno era debido al encargo que, en la ciudad del Arno, le habían hecho: llevar a cabo la talla del celebérrimo David.