Ver con las manos

Una mañana, sábado de Gloria (onomástica de su mujer), conducía su utilitario por una carretera de nuestro entorno  en busca del pan, suyo y de los suyos, de cada día. La señora de la guadaña, de risa forzada, de pómulos huesudos, de mirada vacía, de manos sarmentosas, cráneo sin cuero, cubierto con horrible capucha de verdugo, lo esperaba en un cruce de caminos; agazapada tras unas coscojas cercanas, disimulando, bajo su capote negro, los centelleos metálicos de su siniestra herramienta. Un estúpido y despistado conductor, a quien por excesiva edad, deberían haber retirado hacía ya tiempo  el permiso de conducir, obvió el stop que le indicaba detenerse y empotró su coche, más potente, en el de mi amigo. No sintió nada, pasó a una dimensión accidental, a un limbo vago, sutil, etéreo. Y despertó, según él, en no sabía donde; un estrato oscuro, resonante, de susurros de ida y vuelta, zumbidos inquietantes y sones indescifrables. Después, lentamente, comenzó a retornar aquí, a este mundo, como un neonato. Y, es que, el mortífero, velocísimo y sesgado golpe de guadaña, no alcanzó de lleno a mi amigo, la parca no anduvo fina aquél aciago día.

Pero su vuelta no fue gratis. Cada mañana, al despertar, si había dormido, abría desaforadamente sus sentidos, en busca de algún resquicio luminoso, algún atisbo de claridad, mendigando desesperadamente un ínfimo brillo, un leve destello; búsqueda vana. Aún quería pensar que todavía era de noche, que la luz llegaría después a colarse por los resquicios de su ventana; pero no era así, la aurora ya había hecho acto de presencia y el disco rojo cereza, se enseñoreaba del horizonte. Amargamente llegó a la terrible conclusión que ya sospechaba, sin paliativos, sin eufemismos inútiles : se había quedado ciego.

Miguel es inteligente, perspicaz, agudo y bromista, su genio le ha hecho superar el drama de no poder ver los colores y más cosas… Pero se escabulló de la muerte, aquel infausto día no era el suyo y, gozosamente, está entre nosotros. Camina por la calle del brazo de Gloria, su mujer, su compañera, su apoyo, su descanso del guerrero, su lazarillo. Cuando le veo, me acerco sigilosamente por detrás, sin mediar palabra le pellizco a la altura de los riñones y se vuelve: ¡hola Jose! y hablamos, habla, habla, habla… pero con sentido, con acierto, sabiamente. Cuando le pregunto si estaría dispuesto para reunirnos de nuevo con nuestro grupo “Bambalina” de teatro aficionado, sin titubeos me dice que sí, que le escriba un papel adecuado y lo hará. Le gustaba, le gusta el teatro, tenía madera de actor, su vis cómica, nos hacía pasar desternillantes veladas de ensayo en el desaparecido salón de actos de la casa de cultura (nuestro grupo desapareció con él).

Miguel escucha la radio, oye música, lee con los dedos, estudia, y cuando expongo, como en estas fechas, en Valdepeñas, siempre vienen para acompañarme en la inauguración. Gloria le coloca frente a mis esculturas, él extiende sus manos y comienza a “verlas” con los ojos del corazón. Posa suavemente sus manos, sensibles y bien entrenadas, sobre las superficies metálicas, palpa y descubre las sinuosidades, los huecos, las superficies ásperas, rugosas o suaves, los tamaños, los volúmenes. Sus dedos contornean las figuras, y sienten sus protuberancias, apéndices, cuerpos y rostros y demás anatomías. Se sumerge en un mundo íntimo, de sensaciones táctiles. Aún no le he saludado, me acero a él y le doy un cachete de advertencia: “Oiga, está prohibido tocar el género”. Se vuelve, me extiende su mano, se la estrecho y, con naturalidad, me responde: “Algunas piezas ya las tuviste en la exposición anterior”.

Retomamos alguna conversación inconclusa, charlamos animadamente y luego se despide deseándome éxito y la realización de futuras exposiciones. Yo le doy las gracias y un: “Y tú que las veas”. Suelta una carcajada y sale cogido al brazo de Gloria.