El gran Leonardo (I)
Cada cierto tiempo, surge en la raza humana un espécimen de características extraordinarias, fuera de lo común, superior a los demás; con unas dotes, cualidades e intelecto superiores. Se diría que no pertenece a este planeta, sino a otro desconocido en el que sus congéneres de allá fueran como él y en tal caso, un individuo extraño e incluso inquietante, misterioso y en ocasiones incomprendido por el resto de sus contemporáneos de acá, comunes mortales.
Leonardo da Vinci nació en 1452, en Vinci, pequeño pueblecito a treinta kilómetros de Florencia; también se especula sobre si pudo nacer en Anchiano, pequeña aldea cercana a Vinci. Si el artista del Renacimiento se caracterizaba por su sabiduría en distintas disciplinas artísticas o ámbitos del saber, Leonardo es el paradigma de hombre renacentista pleno: pintor, escultor, arquitecto, diseñador, inventor, músico, coreógrafo, ingeniero militar y un incansable investigador; con toda probabilidad el genio más poliédrico hasta ahora conocido.
Era hijo ilegítimo de Ser Piero da Vinci, influyente notario, y de Caterina, camarera de una posada. El padre, ante las cualidades extraordinarias del joven Leonardo para el dibujo, toma algunos trabajos y los presenta a su amigo Andrea del Verrocchio, en aquel entonces, famoso orfebre, pintor y escultor. Tal era la calidad de aquellos dibujos (es un misterio la formación en esta disciplina del joven Leonardo hasta aquel momento), que el artista quedó pasmado e inmediatamente aconsejó a su amigo, que el quinceañero Leonardo quedase en su taller, pues le auguraba un gran porvenir dedicado a las bellas artes. Y éste fue su primer y excelente maestro que le inculcó el afán por la búsqueda de la perfección. Y como ha ocurrido en ciertos casos de la historia del arte, el alumno parece ser que aventajó a su mentor. Cuenta Giorgio Vasari, pintor y biógrafo de muchos artistas del Renacimiento, que andaba Verrocchio atareado en el “El bautismo de Cristo” para el retablo de una iglesia (actualmente en la Galería Uffizi de Florencia), y mandó a Leonardo pintar uno de los ángeles que componían el grupo. Cuando el trabajo estuvo acabado, la belleza del ángel de Leonardo destacaba del conjunto de tal forma, que Verrocchio decidió dejar la pintura y centrarse en la escultura. Y quizás por esto, le debemos una de sus magníficas obras, la estatua ecuestre del “Condottiero Colleoni” en Venecia.
A la edad de veinte años, Leonardo ya poseía el título de “maestro pintor”. Su primer encargo de importancia fue “La adoración de los Reyes Magos” para el monasterio de San Donato, en Scopeto, un pueblecito próximo a Florencia. En este trabajo demostró las cualidades y excelencias de su pintura, la maestría en la expresión en los personajes, la exquisitez del dibujo, su originalidad y el dominio de la perspectiva. Pero la pintura quedó inconclusa, y esta fue la constante a lo largo de su vida, gran parte de sus obras quedaron inacabadas. Quizás se agolpaban en su mente miles de ideas que no era capaz de desarrollar ni atender a todas, siquiera en bocetos.
En Florencia no recibió muchos encargos de los Médicis, aunque Lorenzo “El magnífico” le da una carta presentación para Ludovico Sforza, “El Moro”, Duque de Milán, por entonces capital influyente en la política y las artes de la Italia renacentista, y donde Leonardo permaneció casi dos décadas. El genio frisaba los treinta y pocos años, era alto, guapo, de complexión fuerte; gustaba de vestir fino ropajes, túnicas cortas para lucir sus fuertes y bien formadas piernas, cantaba maravillosamente y tocaba la lira como pocos.