El hijo del barbero (y II)
Desolado y abatido, este hecho dejo tan profunda y dolorosa huella en el artista que le convirtió en un misógino y jamás volvió a pensar en casarse. A partir de entonces se dedicó a su arte con todo ahínco. A los veintiún años, la Real Academia le admitió un cuadro “Pescadores en la mar”. A los veintiséis, dicha institución, dada sus excelentes dotes pictóricas, consideró que Turner contaba con méritos suficientes para ser nombrado académico, de tal forma, se le honró con este honor. A los 35, estaba considerado uno de los mejores paisajistas de Inglaterra, considerado de la misma talla que Constable.
Además de su extraordinaria capacidad para el trabajo, Turner poseía una pasmosa memoria visual. En cierta ocasión se encontraba en el campo enfrascado en trasladar la naturaleza al lienzo, acompañado de un amigo. De repente, se desató una fortísima tempestad. Tras recoger apresuradamente los útiles de trabajo, corrieron a refugiarse al porche de una casa cercana. Mientras observaban con fascinación la fuerza de los elementos, Turner exclamó: “¡Es maravilloso!”. Al cabo de dos años, se propuso trasladar al lienzo la visión de aquel día de tormenta en el campo. Cuando acabó el trabajo, mostró a su amigo el cuadro; éste quedó pasmado al observar los retorcidos árboles azotados por el viento, los negros nubarrones y el luminoso zigzaguear de los deslumbrantes relámpagos; todo ello como si el artista hubiese presenciado la tormenta el día anterior.
Con la cincuentena era un hombre rechoncho, de barbilla sumida y uno de los pintores más brillantes de todos los tiempos. Podía permitirse el lujo de elegir y llevar a cabo los encargos que le apetecían y que eran de su agrado. Con lo cual, sus cuadros ganaron en toques ligeros y más vívidos. En los paisajes, ya no detalla meticulosamente los objetos, tan sólo con insinuaciones, como si plasmara taquigráficamente los colores.
Aunque amante del dinero, a veces se mostraba generoso. A un amigo arruinado, le prestó veinte mil libras esterlinas. Su fortuna la legó para fundar una institución que socorriera a los artistas ancianos y necesitados. Sus deseos no se cumplieron porque, la mala redacción del testamento, hizo que los parientes del pintor a los que él nuca había querido, lograsen anular la última voluntad del artista.
En muchas ocasiones, intentaba recuperar sus obras (“Son mis hijos”, decía él), pagando en subastas más de lo que había cobrado por ellas. “Sol naciente asomando en la bruma”, que lo había vendido en 350 libras, lo recuperó por 490.
En los últimos años, el pintor se ayudaba de un bastón para poder caminar. Padecía de gota, de dispepsia y había perdido la dentadura. Encontrándose indispuesto, a regañadientes, mandó llamar al médico que, tras examinarle, le comunicó que le quedaban pocas horas de vida. El pintor sonrió y con flema británica, le contestó: “Baje a la sala, doctor, y sírvase una copa de Jerez. Puede que así cambie usted de parecer”. Poco después, desde su dormitorio, mirando a su querido Támesis, dejó de existir. Contaba 76 años.
El volumen de su obra entre óleos, acuarelas, aguafuertes y dibujos, alcanza la cantidad de veinticinco mil. Además dejó 140.000 libras esterlinas en acciones, dos casas en Londres y una valiosísima colección de sus propios cuadros.