El hijo del barbero (I)

William Turner nació en una miserable, oscura y sórdida calle cercana al  mercado londinense de Covent Garden (1775). Su padre era barbero, su madre murió en un manicomio. A lo largo de toda su vida, trabajó larguísimas  jornadas de sol a sol para satisfacer sus dos pasiones: el arte y el dinero. De estatura baja, desaliñado, tosco, huraño e inculto, sólo le salvaban sus extraordinarias dotes para la pintura. Consciente de ello, dedicó todas sus energías a cultivar su cualidad para compensar las otras deficiencias. Tuvo que salvar innumerables obstáculos para cumplir sus aspiraciones. Siendo muchacho, uno de sus maestros de dibujo, le comento a su padre: “Intente hacer del chico un buen zapatero o un hojalatero, porque para pintor no sirve”.

Pero Turner había dado muestras de su vocación desde que era un niño y no cejaría en su empeño. En la barbería de su padre, copiaba las ilustraciones de las revistas y las colgaba por las paredes. Algunos clientes las compraban por unos pocos chelines, y entonces William, con doce años, descubrió algo muy importante: el arte podía producir dinero. El padre, confiando en las aptitudes del muchacho, lo ingresó a los catorce años en la Real Academia de la Artes. Por aquel entonces, la fotografía no existía aún y los dibujos eran muy apreciados y demandados. Aprovechando esta circunstancia, Turner se echó el morral a las espaldas y recorrió las campiñas en busca de abadías, castillos, prioratos y antiguas e imponentes casas solariegas para dibujarlas con maestría. Muchos de estos bellísimos dibujos, realizados con minuciosidad y pulcritud, fueron destinados para hacer grabados al aguafuerte que ilustrarían almanaques o narraciones de viajes. Los acaudalados propietarios, le solicitaron para dibujar sus magníficas residencias. Trabajó para los arquitectos, coloreando las perspectivas. De propia iniciativa, comenzó a iluminar las ventanas de un proyecto, como si la luz incidiera en ellas. El arquitecto, pasó por alto este detalle sin dar importancia a la innovación. Para Turner, sin embargo, representaba el comienzo de la nota dominante de su estilo: la luz y su incontable variedad de matices.

Entre sus actividades artísticas, se dedicó a la copia de cuadros, cobraba cuatro chelines y seis peniques por cada sesión. También impartía clases de dibujo y pintura a siete chelines y cinco penique cada clase. Sin embargo, la pobreza de vocabulario, su mala expresión y la pésima costumbre de hablar entre dientes, restaba eficacia y efectividad a la enseñanza. No obstante, como se ha dicho,  su amor al arte y al dinero, le hicieron superar dificultades y trabajó incansablemente y sin tregua.

La fama, la riqueza y el trabajo aumentaron de tal forma que no tenía tiempo de atender a todos los encargos. Todas las posadas, salones, edificios públicos y privados de Inglaterra, se preciaban de exhibir algún cuadro de Turner. Hasta casi el día de su muerte trabajó en las ilustraciones de las obras de Walter Scott y Lord Byron, las cuales también se vendía por separado.

Se sabe poco de su vida privada; al parecer, al igual que en las novelas románticas de su época, siendo joven se enamoró de la hermana de un amigo, a la cual dio palabra de casamiento. Durante un largo viaje que el artista hubo de realizar, la malvada madrastra de la joven, interceptó la correspondencia que el pintor mantenía con su amada, ya que se oponía a las relaciones de su hijastra con éste. Cuando Turner ilusionado, volvió de aquel viaje, la muchacha, incitada por la perversa madrastra, se había comprometido con un pretendiente acaudalado y mayor que ella.