Mi amigo Rúa y su tela abstracta

Hace pocos días visité a José Antonio Rúa Jiménez. Rúa describe nuestra llanura manchega de forma serena hermosa, arcádica, contundente, austera y personalísima. Es el pintor de los viejos portones, torturados por el tiempo, claveteados y guarnecidos de seculares y herrumbroso hierros. Pinta como nadie alacenas con tazones de blanco inmaculado y filetes añiles, de aires arcaicos y quijotescos; nos muestra seductoras, apetecibles y apretadas uvas blancas y negras de relucientes hollejos, madres de nuestros caldos. Compone con sabiduría hermosos bodegones de membrillos, candiles, aceiteras alcuzas, palmatorias, lecheras y un sinfín de cachivaches de antiguos y resonantes ecos de caldereros, hojalateros y lañaores. Rua es un maestro que sabe impregnar los lienzos de cosas nuestras, cotidianas, sencillas, que fueron y que no son, pero perduran apaciblemente en nosotros. Sus pinceles, de cromatismos sugerentes, dan vida al lienzo con verdades tangibles.

La diosa Fortuna ha dado la espalda a mi amigo, un hombre afable, sencillo y bueno. La desgracia se ha cebado en su casa, ha clavado sus garras en él y en su familia de forma cruel, bárbara e inmerecida. Cuando el dolor físico y del alma lo acosan, reúne fuerzas y, si puede, toma sus pinceles y crea belleza. No espera a las musas, si éstas lo visitan, lo encuentran laborando en su taller. Sobrellevando sus penas, prepara exposiciones que de otras localidades le solicitan. Rúa vende, cosa nada sencilla; su obra es apreciada, solicitada, admirada, cotizada y adquirida.

Estuvimos hablando, del arte y sus circunstancias, de nuestra Exposición Nacional de hace muchos años. Cuando llegaban dibujos, acuarelas, grabados, óleos y magníficos bronces y tallas en piedra y madera, también los menos frecuentes hierro y hormigón; todas las tendencias habidas y por haber. Él y yo, autodidactas, que no tuvimos, ni de lejos, oportunidades de acceso a la academia, aprendíamos las técnicas allí expuestas; lugar de encuentro, de tertulia y discusiones amigables. Más tarde, surgieron los talleres de pintura del Centro Cultural y las posibilidades se ampliaron, tarde para nosotros. Comentamos la evolución del arte, lo verdadero, lo artificioso, lo vacuo y todo lo referente al trabajo creativo, desde nuestra perspectiva, desde nuestro humilde punto de vista.

Y hablando de mentiras y verdades artísticas, cuando ya sonreía, le pedí que me volviera a contar una anécdota que le ocurrió años atrás, y así lo hizo. Resulta que un día visitaron su taller dos pintores abstractos de renombre y copete, según ellos, acompañados de un estirado marchante de arte con galerías en un pueblo cercano y en Madrid. Miraban sus lienzos, los ponderaban, pero los tres, amantes de la pintura abstracta, argumentaban y pontificaban sobre la ausencia de realismo, la negación de algún atisbo figurativo, la sublimación del abstracto puro. A Rúa no hace falta decirle, que las tendencias e “ismos” conviven en armonía. Pero mi amigo ya se estaba cansando de tantas pamplinas, que al final se escoraban al ninguneo de su trabajo. Tomó un pequeño lienzo, lleno de manchas sugerentes y agradables y lo mostró a sus visitantes, les dijo que estaba experimentando nuevas formas y colores. Había pintado aquella pequeña tela abstracta y quería saber la opinión de tan entendidos expertos. Éstos miraron y analizaron la pintura; el galerista lleno de aplomo, contundencia y solemnidad le dijo: “Estimado Rúa, esta tela de lo único que peca de bonita”. Los otros asintieron en señal de aprobación. Mi amigo no hizo ningún comentario, tras despedirse de los entendidos, siguió pintando y al dejar el trabajo, con sonrisa de zorro viejo, limpió sus pinceles con el trapo que les había mostrado y que para tal menester lo venía utilizando.