El humilde lápiz (I)

Se pueden tomar notas con él, llevar los puntos de un juego, preparar listas, hacer cálculos, mantenerlo en los labios cual inocuo cigarrillo o hurgar peligrosamente en el interior del oído. ¿Hay alguien más feliz que un niño con este instrumento y una hoja de papel en blanco? Entretiene más que la televisión y desarrolla el intelecto. Un liviano y delgado cilindro de madera con alma de grafito, constituye el útil intelectual quizás más injustamente subestimado entre los inventos del hombre. Naturalmente el bolígrafo lo ha desplazado aún cuando éste deforma la letra y nos aleja de la cálida fragancia de la madera de un lápiz.

Pero en las cosas del arte y los artistas, el lápiz sigue siendo un excelente compañero; la mayoría de las obras, por importantes que sean, se transmiten como primer paso, de la mente al papel con los sutiles trazos oscuros de este humilde colaborador. En épocas antiguas, las pocas personas que dominaban la escritura, utilizaban pinceles o varitas que mojaban en tintas mal fabricadas. La elegante pluma de ganso comenzó a utilizarse en Europa a mediados del siglo VI. La historia del lápiz y su invención tiene varias versiones aunque a veces, por distintos caminos, se ha llegado al mismo sitio sin que los resultados fueran instantáneos sino el fruto de un proceso de perfeccionamiento.

Una noche de 1564, la violentísima potencia de una tempestad derribó un formidable roble en Borrowdale, Cumberland (Inglaterra). En la enorme oquedad dejada por las raíces del desdichado árbol, quedó a la vista un material tan negro como aquella noche. Se trataba de grafito o plombagina, mineral de alto contenido en carbono, el allí encontrado era de la mejor calidad. Los pastores de alrededor, comenzaron a utilizarlo para marcar sus ovejas. Otros habitantes cercanos, idearon el modo de fabricar barritas que vendían en Londres como “piedras para marcar”. Eran adquiridas por tenderos para numerar sus cestas, cajas y bultos. Pero en el siglo XVIII, Jorge II se incautó de la mina y aprobó una ley por la cual se condenaba a muerte a quien sacara material del yacimiento. El grafito es altamente refractario y con él se fabrican crisoles para la fundición de metales; la Corona lo empleaba para fabricar moldes de precisión, en los cuales se fundían las balas de cañón.

Aquellas negras barritas tenían los inconvenientes de ser muy frágiles y de manchar las manos. Un inventor anónimo envolvió las gruesas varillas minerales con un cordel en espiral que soltaba a medida que el grafito se iba gastando. En el año 1761, Kaspar Faber, de Baviera, mezcló polvo de grafito con azufre, antimonio y resinas. Estas barras moldeadas, resultaban más sólidas que el grafito puro.

A finales del siglo XVIII, Napoleón Bonaparte, quedó privado de lápices para sus necesidades burocráticas por su acción bélica contra Europa y en especial, dos de sus proveedores: ingleses y alemanes. Ordenó a Nicolás Jacques Conté, químico e inventor galo, que recogiera grafito francés y fabricara lápices. Animado, quizás por una recompensa, Conté tuvo tal éxito que los lápices descendientes de aquellos, aún llevan hoy su apellido como marca de excelente calidad. Mezcló el grafito del país, de calidad inferior, con arcilla, coció la mezcla y obtuvo la mejor barra de escribir hasta entonces conocida. Comprobó que a mayor cantidad de arcilla obtenía mayor dureza, con lo que consiguió una gama de varillas de distinta consistencia para según qué fines.

Pero aún faltaba una envoltura adecuada para el grafito. En Estados Unidos también era objeto de estudio este palillo de escribir.