Estofado con pan de oro
No es una nueva receta para tomar parte en la polémica que, en estos días, se traen entre manos los excelsos de la exquisitez, los magos de las sartenes, los gurúes en cuestiones culinarias y de restauración. A propósito, entre las distintas acepciones del vocablo “restaurador” y según la RAE, está antes el restaurador de objetos de arte que la persona que tiene o regenta un restaurante, faltaría más.
En ámbitos artísticos, el estofado y el pan de oro, son dos términos normales entre los doradores (el padre de Goya lo era), y maestros que se dedican, ya menos, a la policromía de las tallas en madera y el dorado de las mismas. En antiguos retablos, imágenes, carrozas, baldaquinos, marcos de cuadros, muebles y ciertas encuadernaciones de lujo, puede apreciarse el brillo y refulgencias doradas e imperecederas que muestran todos ellos a pesar del paso del tiempo. Y es que, lo que reluce en este caso es oro, auténtico oro de ley. Estos objetos están cubiertos con láminas de este metal precioso llamadas pan de oro; eso sí, de una delgadez extrema. El pan de oro tiene un espesor siete veces menor que un papel de fumar, en medidas concretas 0,04 milímetros; puestas contra el sol o delante de un foco, dejan pasar una luz verdosa. No se pueden tocar con las manos pues se deshacen en las yemas de los dedos; tal es su liviandad, que la menor brisa se lleva por delante las delgadas hojas.
El arte de dorar, ya lo practicaban los egipcios; innumerables objetos de madera y sarcófagos, conservan el dorado intacto. Se ha observado que las hojas de oro que utilizaron, tienen mayor grosor. Actualmente, es fabricado con procedimientos industriales muy avanzados, consiguiendo más delgadez en las láminas. Y por eso, uno tras otro, van desapareciendo los fabricantes artesanales del pan de oro, los maestros batihojas, que así era como se llamaban. Tras varios procesos, se preparaban láminas delgadas de 2×2 cm. Se colocaba una laminilla en el centro de un cuadrado de pergamino de 9x9cm, encima otro pergamino y otra laminilla y así sucesivamente hasta preparar un montoncito de 30 a 40 hojas. Se les colocaban unas cinchas del mismo material para mantenerlas unidas, y con un martillo de 5 Kg. se iban golpeando sobre la piedra de batir hasta que el oro (el más maleable de los metales), salía por los bordes. Cada lámina se volvía a cortar en cuatro y se llevaba a cabo el mismo proceso. Así varias veces hasta que las hojas alcanzaban la delgadez final. El pan de oro se adquiere en librillos de veinticinco hojas de 8×8 centímetros, intercalando entre ellas, cuadritos de papel de seda de 9×9 cm. para que no se toquen pues se pegarían unas a otras. Los doradores, tras aparejar la superficie a dorar con yeso mate y bol de Armenia, pegan las láminas con extremo cuidado en todos los recovecos del trabajo. Después del bruñido con pequeñas piedras redondeadas y pulidas de ágata, engastadas en mangos de madera, el oro luce en todo su esplendor.
El estofado consiste en dorar determinadas partes de una imagen: bocamangas, bordes de un ropaje, zonas para resaltar pliegues etc. A continuación se pinta toda la figura con los colores previstos, carnaciones, drapeados etc. generalmente al temple. Antes de que la pintura seque y endurezca totalmente, se dibuja sobre las superficies que han tapado el oro, los motivos ornamentales previstos: cenefas, arabescos, tracerías etc. suele emplearse una plantilla calada para trasladar el dibujo a la superficie que se va a trabajar. Con un punzón de madera dura o hueso, se va raspando la superficie pintada, eliminando la pintura de esas zonas, siguiendo el dibujo. Poco a poco, el oro vuelve a surgir brillante, contrastando bellamente con los rojos, azules, verdes, etc. dados a la imagen.