Sordera y genialidad
El pintor vagaba por las calles desorientado, de vez en cuando percibía en la oscuridad bultos negros tirados en el empedrado, que no eran otra cosa que cadáveres. Sin darse cuenta llegó a las afueras de la población y, a lo lejos, vio gran movimiento de personas; se fue acercando y comenzó a vislumbrar lo que su vecino le había comentado. Con cuidado se fue acercando y cuando llegó a una distancia prudencial, se agachó protegiéndose entre unos matorrales; y nuevamente presenció el horror. No podía oír nada, su sordera absoluta le impedía escuchar los gritos de los desdichados, pero que él intuía, tampoco el fragor de las descargas. Como única iluminación, los fogonazos intermitentes de los disparos y un gran fanal cúbico en el suelo. A su izquierda, se amontonaban los cadáveres, junto a éstos, de perfil, un grupo se disponía a morir. Entre ellos, un fraile rezaba y otro paisano levantaba los brazos como un crucificado; a la derecha, sólo veía completo al primer soldado de la fila y una larga hilera de fusiles. Tras otra descarga los desdichados cayeron al suelo sobre los ya muertos; ocupaban sus puestos los que sacaban a punta de bayoneta del numeroso grupo del fondo. De pronto, el primer soldado miró hacia la izquierda, percibió el movimiento de los matorrales y se dirigió a grandes zancadas a donde se encontraba el pintor, en pocos segundos llegó, apartó las ramas y descubrió al aterrorizado artista, éste, no había tenido tiempo de reaccionar, su cara parecía tallada en níveo mármol de Carrara; sin poder mover ni un músculo, miró al soldado que se echó el fusil a la cara con la intención de descerrajarle un tiro a bocajarro.
El pintor se despertó angustiado, todavía en el umbral de salida de la horrible pesadilla, dando manotazos al aire para apartar el fusil de su rostro. Se incorporó quedando sentado en el borde de la cama, inmóvil, sudoroso, con el corazón en la boca y los ojos desorbitados en la oscuridad.
Recordó las escenas que había presenciado pocas horas antes. Al anochecer había recorrido, temeroso, parte del escenario dantesco, sin alejarse mucho de las calles aledañas a su domicilio. Muerte, dolor y desolación, innumerables cadáveres yacían por doquier, víctimas de la desigual batalla que aquel aciago dos de mayo, habían librado paisanos madrileños contra soldados franceses. Pero no había acabado la masacre. Un vecino, amigo íntimo, le había contado los episodios de la mañana a las puertas del Palacio Real, y le aconsejó que volviese a su casa inmediatamente, pues los soldados seguían llevando a cabo detenciones indiscriminadas, y en varios puntos de la Villa y Corte estaban fusilando a gran cantidad de infelices, y así seguirían hasta el amanecer del siguiente día.
Se había ido a la cama sin apenas cenar, durmiendo poco y mal. Ahora estaba confuso ¿Qué era sueño? ¿Qué realidad? Se puso un batín y se dirigió al taller de trabajo. Las pálidas luces del alba no eran suficientes, encendió y colocó dos candelabros de bronce sobre la mesa de dibujo, se sentó con la mirada perdida y se adentró de nuevo en el angustioso sueño. Tomó un delgado carboncillo y comenzó a garabatear como un autómata en el papel. Al poco, fue surgiendo del blanco un boceto de la trágica escena de los fusilamientos. Desplazando a la derecha el enfoque, situó a los soldados casi de espaldas, para poder colocar algunos de ellos y dar protagonismo a las caras de los ajusticiados. Pensó que más tarde, pintaría un cuadro de aquel apunte…