Benvenuto (I)

 

El taller, adosado a la casa, bullía de actividad, maestros fundidores, oficiales, peones y mozos, todos atentos a las órdenes que daba el escultor y orfebre. El metal estaba preparándose para entrar en fusión y ser vertido en el molde del que se obtendría una de las esculturas más hermosas del mundo. La noche había entrado acompañada de una terrible tormenta, caía agua a raudales, los relámpagos y truenos menudeaban, y aquel taller en semipenumbra del que resaltaba el rojo de las llamas del horno, parecía el obrador de algún dios olímpico. Tanta actividad y tensión en los preparativos, dieron lugar a que el maestro, acometido de malestar y una fiebre alta, hubiera de retirarse a la cama, no sin antes haber dado las órdenes pertinentes a su oficial de confianza, Bernardino Mamellini di Mugello, al cual había enseñado durante muchos años. Le encargó la vigilancia del horno, la temperatura del metal y todo lo pertinente para obtener una buena fundición; confiaba en él y esperaba que todo resultase como el maestro lo había planeado. Ordenó a los sirvientes que llevasen al taller comida y bebida para todos. Tal era su estado que les dijo: «Mañana por la mañana ya no estaré vivo» y se metió en la cama. Durante dos horas estuvo luchando con una fiebre altísima, acompañada de la inquietud, desasosiego y preocupación que le producía el no poder estar presente en el taller.

Inmerso en estas tribulaciones, entró en el aposento su ayudante, cabizbajo y triste para comunicarle que su obra se había estropeado, que no podría llevarse a cabo. En respuesta, el escultor dio un grito desgarrado, comenzó apresuradamente a vestirse y a dar patadas y puñetazos a todo el que se le acercaba. Entró al taller hecho una furia y ante aquellos operarios abatidos, comenzó a dar voces y órdenes para animarles. Uno de los maestros fundidores, Alejandro Lastricati, adujo que no era posible que el trabajo llegase a buen fin; el escultor le lanzó tal mirada de furor, que los demás prometieron al artista cumplir puntualmente las indicaciones que creyera oportunas.

El maestro inspeccionó el horno donde se fundían las porciones de cobre y bronce, observando que el metal presentaba el aspecto de grumos o terrones sin fundir. Ante la falta de leña, ordenó a dos peones que fuesen a la casa de enfrente, donde un carnicero tenía una hacina de ramas de quejigo bien secas y que la señora de éste, ya le había ofrecido anteriormente. A los primeros haces, el horno comenzó a reavivarse y el metal aterronado tomó el aspecto de hermoso y relampagueante bronce fundido. Para colmo de adversidades, varios peones hubieron de sofocar el fuego que se había producido en el techo del taller por la viveza de las llamas del horno. De pronto, se oyó un estruendo y el entorno se iluminó, todos creyeron que un rayo había caído en el centro del taller. Pero el escultor pudo comprobar sobrecogido, que parte del horno había reventado y el bronce comenzaba a derramarse. Fuera de sí, el artista ordenó abrir inmediatamente las bocas inferiores de salida para que el material fundido corriera  por los canales de colada que deberían  llenar el molde. El artista, poseído de una fuerza interior que le renovaba sus desgastadas energías, ya no sentía la fiebre ni el cansancio, ordenaba a todos y todos obedecían con el entusiasmo que éste les había contagiado. Observaba el discurrir del metal como río de lava hirviente por los conductos dirigidos al negativo de la escultura. Percibió cierta lentitud en el bronce líquido y pensó que el estaño, componente de la mezcla, se habría consumido por el excesivo calor. Ordenó inmediatamente a sus criados que  trajesen de la casa todos los recipientes de este metal: fuentes, platos, escudillas y vasos; gran parte de ellos fueron arrojados al horno y la aleación mejoró notablemente.