El hijo del tintorero (y II)

Convocaron a la flor y nata de los artistas venecianos: El Veronés, Salviati, Zuccaro y El Tintoretto. Deberían presentar un boceto explicativo desarrollando lo que sería la obra final para colocarla en el citado techo. Sin decir nada a nadie y con  el ímpetu y  seguridad que le caracterizaba, acometió el trabajo como era su costumbre, directamente, sin dibujos previos, consiguiendo resultados sorprendentes: una pintura, nunca mejor dicho, fresca, llena de espontaneidad y fuerza. Tomó el gran lienzo y lo colocó en su lugar definitivo. Cuando una mañana, los representantes de  la cofradía se reunieron para elegir el boceto de los cuatro pintores, quedaron sorprendidos al ver la obra terminada. Los comisionados se molestaron con el artista por no haber presentado bocetos como los demás. Él arguyó que era su manera de trabajar, que así debía hacerse; sus bocetos eran el trabajo acabado, para no engañar a nadie; además, si no querían pagarle, gustosamente dejaría  la obra para la cofradía, totalmente gratis (como efectivamente así fue).  Reunidos los representantes de la cofradía, se acordó aceptarle la obra y allí sigue en el techo “San Roque en la Gloria” excelente trabajo de luz, color, y perspectiva. Tiempo después, fue invitado a incorporarse a la asociación, llegó a ser miembro de la directiva. Renunciando a remuneraciones puntuales y a cambio de una paga anual de cien ducados, pintó más de una cincuentena de enormes lienzos durante los veinte años siguientes. El modesto edificio de los cofrades quedó convertido en un magnífico museo. En su vejez bromeaba diciendo que le gustaría vivir otros “mil ducados más”. La temática religiosa de estos lienzos le acercó al pueblo, su virgen de “La Anunciación” es una joven campesina llena de sencillez. Los hercúleos ángeles que abren la tumba de Jesús en “La Resurrección” son fornidos jóvenes que voltean la pesada losa, y los discípulos en “La Agonía del Huerto” son pescadores de la laguna veneciana.

A pesar de la edad, el torrente creador del artista le hacía trabajar sin descanso; cuando contaba setenta años, le llegó el encargo de pintar, según su visión, “El Paraíso” para colocarlo en el Palacio Ducal. Con su fuerza creadora habitual, llevó a cabo los preparativos para este colosal trabajo. Ayudado por sus hijos, realizó una pintura sobre lienzo de tales dimensiones que no ha sido superada aún (9,15 m. de alto por 22,60 m. de largo). Los bienaventurados representados en la tela son más de mil; el conjunto se pintó  en varias secciones para después coserlas, montar el cuadro en su sitio y repasar las uniones.

Tuvo un largo y feliz matrimonio con Faustina de Vescovi, hija de un distinguido comerciante. Se ocupaba de que su marido vistiera acorde con su posición (llegó a ser miembro de la Academia de Bellas Artes de Florencia), no obstante, el pintor desdeñaba las sedas y prefería los atuendos sencillos, recordando con orgullo su modesto origen.

A su muerte, fue acompañado por multitud de personas y personajes; muy querido en su ciudad, los pintores, escultores, músicos, poetas, ciudadanos preeminentes y gentes sencillas de la laguna, siguieron al féretro hasta la parroquia de la Madonna dell’Orto, donde se encuentra su tumba. Él cerró la edad de oro de la pintura veneciana; pero su genio e influencia permaneció en el tiempo. El Greco y Rembrand siguieron sus pasos. Los impresionistas franceses y otros más, recogieron su pincel y lo impregnaron de luz, como el hijo del tintorero lo había hecho.