El hijo del tintorero (I)

Aún puede verse, algo transformada,  aquella casa rojiza en un tranquilo canal de Venecia, la que fue residencia del pintor. Siglos antes, en su interior sonaron las notas de un alegre laúd, instrumento que el artista tocaba con destreza y con el que gustaba  obsequiar a su familia e invitados, además de otros curiosos instrumentos que él había inventado. Más que por su nombre, Jacopo Robusti, figura en la Historia del Arte por el de la actividad de su padre que era maestro tintorero: “El Tintoretto” también llamado “El Furioso”  por la energía, fuerza y empeño con que se aplicaba la hora de pintar un cuadro. Nació en Venecia, 1518-1594. Sus ojos infantiles absorbieron la luz teñida de irisaciones púrpuras, violetas, añiles, verdes etc. en toda su pureza y brillantez. Más de una vez, atraído por sus refulgencias, mancharía sus dedos al sumergirlos furtivamente en las tinas para teñir telas en el taller de su padre. Y quizás así, decidió que él utilizaría los colores para iluminar lienzos de otra “maniera”. Amó tanto a su bella ciudad de los canales, que excepto en una ocasión que visitó Mantua en compañía de su esposa  por motivos de trabajo, no salió nunca de su lugar de nacimiento  y rechazaba encargos que implicasen ausentarse de él.

Admiraba a Miguel Ángel  que a la sazón trabajaba en Roma; estudió dibujos tomados de sus pinturas y compró reproducciones en yeso de sus esculturas. También ponderaba a Ticiano pero no fue correspondido por éste, al contrario, desdeñaba el trabajo de Jacopo. Llegó a cansarse de los continuos comentarios sobre la superioridad de aquel pintor. Cierto día mostró a un grupo de sus censores un cuadro diciéndoles. “Ved aquí  la compra que he llevado a cabo, una pintura de Ticiano”. Cuando el grupo de entendidos se maravillaba ante aquella tela del viejo y afamado maestro, Jacopo tomó una esponja e hizo desaparecer los colores del lienzo, poniendo al descubierto un magnífico original suyo: “Acabo de hacer este ‘Ticiano’ sobre una de mis telas, según vosotros de menor calidad”.

Con estilo personal, desdeñaba los principios que sobre pintura se habían establecido en aquella época. Fue denostado  por atacar directamente un cuadro sin bocetos premeditados; usaba pintura espesa aplicada con rápidas pinceladas. Tenía tal dominio de la figura humana que improvisaba con maestría; los errores los corregía sobre la marcha; la creación era simultánea a la ejecución de la obra, sin pasos previos. A pesar de las críticas, la vitalidad y fuerza de sus telas nunca habían sido vistas hasta entonces en pintura.

Entre las distintas temáticas de su actividad pictórica, cultivó el retrato, realizando innumerables trabajos en esta difícil especialidad. Pintó una gran variedad de personajes, uniendo la calidad artística a lo interior y personal del retratado, consiguiendo brillantes estudios psicológicos. Posaron para sus lienzos: mercaderes, procuradores, embajadores, comerciantes, navegantes, magistrados; toda una serie de personajes de la época.

Mostraba verdadera obsesión por conseguir encargos aunque estuviese agobiado por el trabajo. Lejos de lo que pudiera pensarse, no lo hacía por afán personal o económico sino por exteriorizar su fuerza creadora, como una necesidad vital. A lo largo de su vida llevó a cabo numerosos proyectos en los que tan sólo cobró los materiales, sobre todo en los encargos religiosos. Por aquel  entonces, la cofradía benéfica de San Roque llevó a cabo un concurso para decorar el techo de la sala de reuniones.