La terracota (I)
Una fría y estrellada noche paleolítica de mediados del Superior, un pequeño grupo de hombres y mujeres estaban sentados en semicírculo frente a una gran hoguera en la entrada de la cueva que les servía de excelente refugio. Los hombres comentaban en el lenguaje de aquellos tiempos, las posibles ventajas de pulir los útiles de piedra, las mujeres analizaban las cualidades curtientes de la corteza de cierto árbol para preparar las pieles. Dos niños de corta edad correteaban alrededor del grupo, ambos jugaban con sendas figuritas de arcilla cruda y en forma de pajarito. El mayor corría bajando y subiendo la mano con la figurilla y ejecutaba vuelos imaginarios al tiempo que intentaba emular los gorjeos y trinos de aquel pájaro diminuto y rebolondo; una de las evoluciones consistía en mover la mano hacia adelante en ademán de lanzar el pájaro y al final del recorrido, pararla en seco reteniendo el ave entre los dedos. El pequeño, imitaba torpemente a su hermano en las evoluciones, movimientos, gestos y sonidos. Una de las veces, en el amago de lanzar el pájaro y retenerlo, la inercia de la figurilla hizo que se le escapara de la mano y saliera lanzada, no con mucha fuerza por su corta edad. El pájaro arcilloso en su efímero vuelo dio en la cabeza de uno de los tertulianos, rebotó en ella y cayó al fuego desapareciendo entre las llamas y brasas; el afectado se volvió palpándose no muy dolido pues la abundante cabellera paró el golpe, se encaró con el niño y al comenzar a reprenderle observó que éste rompió a llorar desconsoladamente, no por el hecho de dar al hombre ni recibir una reprimenda sino porque había seguido la trayectoria de su figurita y comprobó como la hoguera se tragó su apreciado juguete. Los berridos del pequeño fueron en aumento mientras señalaba con su dedillo donde había caído su pájaro; otro hombre, sin levantarse, dijo al niño algo pero no lo conformó. El hermano que había presenciado la pérdida, de manera altruista, quizás los niños de aquellos tiempos lo fueran, le ofrecía su figurilla, pero él, dando pataditas en el suelo rechazaba tan generoso ofrecimiento; ¡quería la suya! Los sollozos no cesaron hasta que su progenitora se levantó y comenzó a consolarlo amorosamente, las madres paleolíticas seguro que amaban a sus hijos. Al acabar la velada, no muy tarde pues no eran dados a trasnochar, todos marcharon a dormir, no sin antes recargar la fogata con abundante leña.
El niño dormía acurrucado confortablemente entre hojas secas de abedul, pieles y el calor materno. Pero en cuanto los primeros rayos de sol iluminaron la boca de la caverna, se levantó, despertó a su hermano con golpecitos y juntos, se acercaron al círculo de cenizas humeantes que aún daban calor. El mayor buscó una vara y se puso a hurgar en el polvo grisáceo, al rato de remover con el palo, éste tocó algo sólido y los niños abrieron los ojos expectantes; fue dando leves toques hasta sacar fuera de la parva gris aquel bultito que tenía forma de pájaro, no era el ave Fenix pero había surgido de las cenizas; lo cogió con precaución pues aún estaba caliente, lo limpió a soplidos y se lo entrego a su hermano. El pequeño miraba incrédulo a su pájaro ¿era aquél? le parecía que… pero el niño empezó a saltar de alegría, tan contagiosa que su hermano le acompañó en los saltos y gritos, tan sonoros, que el grupo despertó sobresaltado. Rodearon a los pequeños preguntando el porqué de semejante algarabía, el menor con su manita elevada enseñaba el pajarito a su madre y luego lo mostró al hombre que por la noche le había dicho algo; éste lo tomo en sus manos y con asombro e incredulidad, lo observó por todos lados. Lo sopesaba, lo olía, lo palpaba con los dedos y la lengua; todos lo miraban con extrañeza pero con respeto.