El Cristo de navidad (y III)
Sin embargo, cuando entró de nuevo al despacho, el escultor estaba observando el diminuto busto en todos sus ángulos, el agua no era para beber sino para humectar un poco la arcilla y evitar así, que el calor de sus dedos la endureciera. Sujetó la pequeña escultura en su mano izquierda y metió la derecha en el bolsillo diestro del abrigo, palpó durante unos segundos y sacó… un palillo mondadientes. Pertrechado de éste como única herramienta además de sus hábiles manos, comenzó a perfilar el pequeño rostro, la raya del pelo en medio de la cabeza, de ésta comenzaron a descender cabellos bien modelados, largos y hermosamente sinuosos hasta el pecho y ambos lados del rostro, pequeñas ondas sobre la frente, bigote y barba partida en dos pequeños extremos puntiagudos. La boca entreabierta mostrando los dientes superiores de una anchura menor de un milímetro, los ojos profundos, la mirada, melancólica, triste y desolada, el gesto abatido, suplicante; tanta expresividad desarrollada en un volumen no mayor que una roja uva de parra. Mi suegro inmediatamente identificó aquel rostro: ¡era un Cristo en actitud de orar!
Una vez terminado, aquel hombre lo entregó a mi suegro, éste lo tomó con sumo cuidado, con la misma impericia con que se coge a un recién nacido, lo examinó con detenimiento, notó el frescor de la arcilla y complacido, lo depositó con mimo en la repisa de la pequeña chimenea ornamental. Abrió un cajón del escritorio sin saber exactamente que cantidad daría por aquel trabajo y, de pronto, se le ocurrió una idea que propuso al artista: le pagaría el precio que él estipulara razonablemente si modelaba el retrato de su mujer. El escultor, tras unos segundos de dubitación, aceptó el encargo pero le explicó que necesitaba más barro y otros útiles que sería preciso salir a comprar. Mi suegro le dio dinero y aquel hombre salió en busca de lo necesario. Pero la efímera tarde invernal con olor a navidad llegó a su fin y el escultor anónimo no apareció. Modelar un busto a tamaño natural requiere unos preparativos y más tiempo, aquel hombre, al parecer, no disponía ni de lo uno ni de lo otro y prefirió seguir su camino ¿De dónde vendría? ¿A dónde iba? Mi suegro quedó algo decepcionado, pero bueno, allí estaba el pequeño Cristo que siempre le acompañaría en su trabajo.
Ahora, medio siglo después, yo tenía en mis manos aquel diminuto modelado en arcilla cruda, admirando los detalles de un busto cuya altura total mide nueve centímetros, una minúscula pero verdadera obra de arte. Y aquella historia del pequeño Cristo que un día quedó detenida en la repisa de la pequeña chimenea, se me ocurrió continuarla; metí la figurilla en un bolsillo y la llevé a mi taller. Saqué un molde de silicona y de éste, cuatro copias en cera, las llevé a la fundición y me las han vaciado en bronce. Las he repasado, cincelado y patinado personalmente, las he montado sobre sendos cubos de mármol blanco y las regalaré a los cuatro hermanos: mis dos cuñadas, mi cuñado y mi mujer; cuando lean estas líneas lo sabrán pues no he comentado nada a nadie, será mi regalo de navidad, en memoria de su padre y de aquel escultor anónimo que por un óbolo, ofrecía su arte de puerta en puerta a quién quisiera apreciarlo. Bueno, un poco menos anónimo, resulta que al hacer el molde y manipular la figurita más detenidamente, descubrí varias de sus huellas dactilares impresas en la arcilla y para mi sorpresa, en la parte izquierda del pecho, grabada verticalmente, como pude comprobar mejor con una lupa ¡su firma! : “M. MELERO”.