El Cristo de la navidad (II)
Cuando ambos estuvieron en el despacho, mi suegro pudo observar al viajero con más detenimiento. Era alto, enhiesto, ojos negros, abundante cabellera y barba de dos días del mismo color, cejas bien definidas, sus facciones eran agradables; calzaba recias botas de cuero con cordones, mojadas lógicamente por la lluvia de aquella tarde, pantalón de pana y una especie de tres cuartos de grandes bolsillos y solapas, color indefinible, abrochado pero dejaba ver un jersey de cuello vuelto con cremallera, todo muy usado pero limpio. En bandolera colgaba un mediano cartapacio de fuerte lona descolorida donde al parecer, transportaba sus exiguas pertenencias; se dijo que estaba ante un hombre guapo, educado y cuya edad oscilaría de los treinta a treinta y cinco años; a mi suegro, acostumbrado a tratar con mucha gente, le inspiró confianza a la vez que aumentaba su curiosidad por aquel personaje. Le invitó a quitarse el gabán pero él amablemente rehusó hacerlo, pidió permiso para dejar el bulto en el suelo junto con el sombrero, mi suegro asintió y él se agachó para hacerlo; antes de incorporarse, en cuclillas, soltó la hebilla del mismo, metió la mano y tras breves segundos de palpar en uno de los compartimentos de su interior, sacó, no una pistola ni navaja como podría sospecharse sino una pella de arcilla húmeda del tamaño de una pelota de tenis.
Ante la mirada de extrañeza e interrogante de mi suegro, levantó el pegote maleable y amorfo a la altura de la vista, lo observó por todos sus ángulos bajo la luz de la lámpara, y comenzó a estrujar aquel pedazo de barro; sus manos eran fuertes con dedos largos, delicados y sin muestras de trabajos rudos, sujetaba la arcilla con la mano izquierda y con los dedos de la derecha, manipulaba el barro con destreza, apretaba en un lado, presionaba en otro y estiraba en el opuesto. Aquella bola de arcilla cambiaba de aspecto por momentos como si estuviera en manos de un prestidigitador, de un ilusionista. Comenzaron a aparecer pequeños volúmenes con vida propia, huecos en lugares premeditados, salientes expresivos y pequeñas formas definidas que él hacía surgir mediante leves y acertados toques o presiones de aquellos expertos dedos. Mi suegro atónito, observaba alternativamente la expresión y las manos de aquel hombre: trabajaba serio, concentrado, seguro, sin dudas, sin titubeos. De aquel pequeño pedazo de barro del tamaño, forma y color de una patata, minutos antes indefinido y totalmente inexpresivo, estaba surgiendo algo que parecía… era… ¡una cabeza humana! Efectivamente aquel hombre era escultor, estaba modelando un diminuto busto (cabeza y pecho) en el que podía apreciarse una figura borrosa pero con los volúmenes distribuidos correctamente y aún sin detallar del todo, parecía una mujer por el conjunto de la cabellera, pero siguió manipulando el óvalo de la cara e inmediatamente surgió un rostro masculino con barba y bigote. Salió de su abstracción para pedir por favor a mi suegro que le llevase un vaso de agua; éste salió del despacho dejando la puerta abierta y se dirigió a la cercana cocina, miró en el vasar y echó mano al primer vaso que tenía delante, lo llenó de agua y volvió a toda prisa pensando si no era demasiado confiado al dejar solo a aquel hombre que podría aprovechar su salida para cometer alguna mala acción.