El Cristo de Navidad (I)
Hacía tiempo que no pasaba a la casa de mis suegros, deshabitada por circunstancias normales de la vida. Ya no está en la fachada, junto a la puerta, la placa de hierro bañada en porcelana blanca y letras negras en la que se leía: “Santiago González Ramiro Procurador”, mi mujer la conserva envuelta en papel. Fue un hombre íntegro honorable y muy respetado por sus compañeros, colegas y clientes. Cuando hube acabado lo que iba a hacer, bajé lentamente las escaleras y al llegar al zaguán me detuve para escuchar los sonidos de una casa silenciosa; anochecía y casi a oscuras oía el leve quejido de algún vetusto mueble, el crujir de una vieja viga, el leve barrenar de la incansable carcoma y el zascandileo en el cielo raso de un pequeño roedor ocupa. Pensé cómo las casas, en un principio y cuando están habitadas contienen miles de sones, olores, risas de niños, llantos de bebés, también de mayores, alegrías, tragedias, los hijos, después los nietos y después… se van quedando solas, deshabitadas, llenas de silencio, soledad y olvido, vacías de vida y calor; recordé la tristísima y desconsoladora frase de D. Quijote poco antes de morir, cuando su amado Sancho, para animarle, le proponía salir de nuevo al campo, esta vez a pastorear: «…en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». Empujé la chirriante puerta del despacho, tanteé la llave y encendí la luz; eché un vistazo y observé las estanterías con los gruesos tomos de jurisprudencia y legislación Aranzadi, siempre presentes en los despachos de abogados y procuradores, forrados en pergamino y con las inconfundibles franjas horizontales azules y rojas, reparé en el relieve imitación bronce adornando una pared, de nuevo D. Quijote, pero ahora corpóreo, de escayola ocre verdosa, al principio de sus correrías: arrodillado, el ventero le toca el hombro con la punta de la espada y farfulla fingidas palabras ceremoniales que va leyendo en su libro de asentar paja y cebada, hacen de madrinas dos coimas: la Tolosa y la Molinera.
Al pasar la vista por la repisa de la pequeña chimenea ornamental, me topé con ella, continuaba en su sitio a lo largo de los años, la cogí con delicadeza y palpándola, fui recordando aquella pequeña historia que mi suegro me contó como contestación a las preguntas que un día, ya lejano, yo le hice con respecto de aquella diminuta escultura que ahora tenía en mis manos.
Una fría y lluviosa tarde de diciembre de los años cincuenta, próxima la navidad, él tecleaba aquella cúbica, negra y robusta “Hispano-Olivetti M40” que aún sigue en su sitio, rodeado de autos, providencias, mandamientos, demandas, requerimientos y todo tipo de documentos propios de su trabajo. Llamaron a la puerta y, al dar el despacho a la calle, él mismo salió pensando en la visita de algún cliente, la abrió y a contraluz observó un personaje un tanto extraño que llamó su atención, como llovía le hizo pasar al portal, hoy por desconfianza sería poco probable. En la penumbra se percató inmediatamente de que aquel hombre iba de paso y que su intención era pedir una ayuda. Efectivamente, nada más quitarse el sombrero de alas caídas y mojadas, le solicitó una limosna para poder continuar su viaje, pero le advirtió que no la aceptaría sin antes ganársela, además le dijo que para lo que quería hacer necesitaba más luz que la del zaguán. Mi suegro lo miró intrigado, se lo pensó dos veces y pudiendo más la curiosidad que los reparos, hizo pasar a aquel hombre singular, misterioso y de porte grave al despacho, más luminoso y confortable.