El pequeño maestro
Una hermosa y soleada mañana de primavera de 1491, unos adolescentes caminaban por las bulliciosas calles de Florencia. En pequeños grupos, charlaban animadamente entre risas y comentarios jocosos, todos llevaban bajo el brazo unas anchas carpetas de cuero rígido o cartón, cerradas con finas correas y pequeñas hebillas para guardar hojas de papel y, colgadas en bandolera, unas pequeñas bolsas donde guardaban estuches con útiles de dibujo. Delante, el maestro Bertoldo, ensimismado, con paso lento y las manos a la espalda, había decidido dónde trabajarían aquella mañana. Durante los últimos días, los modelos a dibujar eran los murales de los templos de la hermosísima ciudad. Al llegar al barrio de Oltrarno, se detuvo ante la puerta de la iglesia de Santa María del Carmen y esperó a que los alumnos se reagrupasen para entrar juntos; una vez dentro, se dirigieron a la capilla Brancacci (en honor de este cardenal), en cuyas paredes podían y pueden admirarse los imponentes frescos de Masaccio. Recibieron indicaciones del maestro y comenzaron a tomar apuntes. Entre aquellos aspirantes a artistas, había uno que destacaba ostensiblemente de los demás, siendo un alumno muy aventajado aunque era de los más jóvenes. Con inusitada destreza, rapidez y seguridad, como era costumbre en él, acabó la tarea en poco tiempo. Pero entre sus virtudes no estaba la paciencia, se levantó y comenzó a observar el trabajo de sus compañeros, comprobando, para su exasperación, que muchos ni habían comenzado. Para distraerse, indicaba los defectos y daba consejos a sus colegas; mediante acertadas explicaciones, hacía ver y comprender los fallos en sus trabajos, casi todos los aceptaban de buen grado sabiendo que era un un maestro, de corta edad pero con las dotes de tal, eran conscientes de sus cualidades con tan sólo quince años. Algunos, sin embargo, o sentían envidia o se ofendían por sus intromisiones. Se encontraba entre los aprendices Piero torrigiano, un muchacho alto, corpulento, pacienzudo, muy tranquilo y de una parsimonia irritante. Al llegar a su lado y observar su trabajo, comprobó con disgusto que lo realizado era poco y malo. Como había hecho con los demás, le aconsejó:
-La clave está en la rapidez del esbozo, así captarás mejor el movimiento de las figuras, al tardar mucho, se vician en tu imaginación y ya no las ves.
-¿Porqué no te ocupas de tus asuntos y me dejas en paz, entrometido?
El pequeño maestro sintió una rabia indescriptible, su impaciencia contenida, su orgullo y su terrible carácter, le hicieron saltar como un basilisco; sin temor a la corpulencia de su compañero ni que éste era tres años mayor que él, le echó en cara su ineptitud, su falta de destreza, su lentitud exasperante, su pésimo trabajo y otras lindezas hirientes.De improviso e inopinadamente, el gigantón disparó la potencia de su puño a la cara de su colega; éste, perdiendo el equilibrio y la consciencia, dio varios traspiés y cayó al suelo con el rostro ensangrentado.
La señal de aquel golpe, le dejó nariz de boxeador para toda la vida, su nombre siguió engrandeciéndose a lo largo de los siglos: Michelangelo di Lodovico Buonarroti Simoni, más conocido por “Miguel Ángel”, “El divino” o también “El terrible”(Caprese 1475- Roma 1564), autor de la insuperable apoteosis pictórica de la “Capilla Sixtina” (el Vaticano) y la “trilogía” escultórica más famosa de la historia del arte: “El Moisés”(Roma), “El David” (Florencia) y “La Piedad” (el Vaticano).
Torrigiano, fue desterrado de Florencia, llegó a ser importante escultor; en 1522, acusado de iconoclasta por la inquisición española, murió en una prisión de Sevilla.