Inhumación y exhumación de D. Quijote y Sancho (I)

Inhumación
Una noche de verano, hará cinco años, nos encontrábamos mi mujer y yo bajo los frescos pámpanos de la parra en mi patio y en compañía de un matrimonio amigo al que habíamos convidado a cenar. En la sobremesa, mi amigo siempre al tanto de mi quehacer escultórico, se interesaba por los preparativos de una exposición que a la sazón iba a llevar a cabo. Satisfacía yo la curiosidad e interés de éste sobre la aplicación de pátinas a los bronces, una vez fundidos; los ácidos necesarios, tratamientos al fuego, en frío  etc. (quizás le dedique un apartado al tema) y me sugirió una idea interesante que nunca se me había ocurrido: enterrar alguna figura para ver los efectos del tiempo, las humedades y la tierra sobre la misma. Los dos sabíamos de aquellos bronces clásicos desenterrados después de siglos y que tras ser tratados adecuadamente, lucen hermosas pátinas, “las pátinas del tiempo”.

Al día siguiente, sin pensármelo dos veces, eché un vistazo a mi taller en el que tenía esculturas de diversa índole y pensando a quién le tocaría sufrir el enterramiento. Una vez decidido y para que la figura no estuviera sola, cogí un pequeño grupo escultórico en bronce, que aún no había patinado, formado por D. Quijote y Sancho, el primero sobre Rocinante y el segundo arrellanado en su rucio y que yo había dado en titular “Dos cabalgan juntos”, tomado a su vez el nombre de un memorable western.

Provisto de un gran azadón, me dirigí a un terreno de mi propiedad en el campo; tras echar un vistazo, elegí el lugar de cuyo nombre siempre me acordaré y, como un pirata enterrando su preciado cofre, comencé a excavar un hoyo en el que cupieran las dos figuras. Trabajaba con no pocos sudores pues, como he dicho, era verano y el de los rizos dorados ya estaba alto, calentando inmisericorde, además la tierra no era suave arena de isla desierta. Una vez acabado el agujero, coloqué primero al caballo y caballero en posición decúbito lateral, o lo que es lo mismo, descansando de costado. Comencé a echar del material extraído sobre la figura, retirando las pequeñas piedras y procurando cubrir todos los huecos e intersticios de la misma, de tal forma, que no quedase ni un centímetro cuadrado de figura sin tocar la tierra; también la apisonaba con el pie y con la pala del azadón.

Una vez cubierta la pequeña escultura por una capa de ocho o diez centímetros de grosor, coloqué a Sancho y su amado burro en la misma posición y encima de su amo. De igual forma, comencé a cubrirlo meticulosamente hasta llegar al nivel del terreno; esta figura quedó enterrada a pocos centímetros de la superficie, cuestión importante para lo que después había de acontecer.

Cuando hube acabado y al comprobar como destacaba la zona de la tierra removida, esparcí sobre el sitio unos matojos. Me quedé en pie, inmóvil y quizás un poco arrepentido del magnicidio que acababa de cometer; había enterrado a dos mitos, a dos héroes legendarios de la literatura universal. Mientras volvía a casa, pedí perdón a D. Miguel por mi acción; de mi pesadumbre, por dejarlos abandonados, me consolé pensando que tras un tiempo, saldrían de nuevo a correr aventuras; mientras tanto, librarían la más inesperada en las entrañas -superficiales- de la tierra. Pero ésa es otra historia.